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Votos y votantes populares – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

Pocos días después de las elecciones locales y autonómicas prosiguen aflorando casos de corrupción, que afectan a los populares y a otros partidos. No es de extrañar en una sociedad tan corrupta con una clase política tan corrupta como son las españolas. Lo que sí es de extrañar es la sorpresa de los populares por sus malos -pésimos- resultados electorales: las encuestas incluso vaticinaban algo peor. ¿Qué esperaban Mariano Rajoy y los suyos? No se puede bombardear a la clase media, que son tus votantes naturales, hasta poner en peligro su supervivencia; no se puede incumplir flagrantemente tus promesas electorales, como la revisión de la ley que regula el aborto, que para un sector de los votantes populares es un asunto fundamental; no se puede fiarlo todo a la recuperación de la economía en términos macroeconómicos y no hacer nada en los temas sensibles que afectan a multitud de españoles, como son los desahucios, la dación del inmueble en pago de préstamos hipotecarios, el suelo en los intereses de dichos préstamos y tantos otros. No se puede predicar y no dar trigo. Y lo peor está por venir en las elecciones generales de fin de año si Rajoy no se libra de la nefasta influencia de Pedro Arriola y su mujer, Celia Villalobos, que, hoy por hoy, parecen ser los que mandan de verdad en el partido, a pesar de sus manifiestos y reiterados errores estratégicos.

El problema es que Rajoy es una buena persona, pero un mal político y un pésimo comunicador, partidario de no hacer nada y dejar que los problemas se resuelvan solos. En un país con la cantidad de parados que tenemos, no se puede preguntar en público quién habla hoy en día del paro, por más que las últimas cifras de creación de empleo y de recuperación del mercado de trabajo sean excelentes y unas de las mejores de toda la etapa democrática. El día después de unas elecciones en que tu partido ha sido derrotado no se puede afirmar que no se ve la necesidad de hacer cambios, para cuarenta y ocho horas más tarde reconocer que se van a hacer en el Gobierno y el partido. Y luego están las provocaciones inútiles. ¿De verdad era necesario mantener el IVA cultural en el 21% y darle así argumentos al que en tiempos de Rodríguez Zapatero fue llamado el clan de la ceja, el grupo de presión formado por un conjunto variopinto de buscadores de pesebres autocalificados de actores e intelectuales?

El tema de Ciudadanos merece un comentario aparte. Los populares lo perciben como un enemigo que pesca en sus mismos caladeros de votos. Pero, simultáneamente, parecen entenderlo como una especie de marca blanca de su propio partido, dispuesta a pactar con ellos en todas las circunstancias. Y creer eso es un grave error, uno más. Si el partido de Albert Rivera quiere consolidarse como una opción política y electoral creíble, debe guardar una prudente distancia de Mariano Rajoy y su gente, vender muy caros sus pactos con ellos y, por el contrario, primar los pactos y alianzas con el PSOE y otros partidos no nacionalistas. Y siempre con las imputaciones de políticos y electos y la corrupción como barreras infranqueables e innegociables. Ese es el camino para que Ciudadanos llegue, incluso, a ser una alternativa de gobierno en muchos ámbitos e instituciones.

La rebelión de los denominados barones territoriales populares y la exhibición pública de las discrepancias que enfrentan internamente al partido, junto con el previsible cuestionamiento de Rajoy y su liderazgo, marcan un punto de inflexión en la trayectoria popular. Está sufriendo un proceso de desgaste igual al que, en su día, sufrieron Alianza Popular y Unión de Centro Democrático. Históricamente, la derecha española siempre ha sido una derecha dividida en capillas territoriales e insolidaria con ella misma. El nombre del gran partido de la derecha antes de la última guerra civil, la Confederación Española de Derechas Autónomas, la CEDA de Gil-Robles, lo dice todo. Y a esta división viene a unirse el complejo de inferioridad, también histórico, de nuestra derecha, que le hace esconder sus valores y no defender sus principios al alcanzar el poder. Cuando ha gobernado el PSOE, este partido no ha tenido reparo alguno en imponer sus intereses y sus concepciones sociales y políticas a golpe de medidas y decisiones, por polémicas que resultaran. Sin embargo, cuando lo ha hecho el Partido Popular, esos avances de la izquierda se han consolidado y nada ha cambiado, salvo en la gestión económica, que los socialistas tienen tendencia a desempeñar de manera irresponsable, como atestigua el estado de las finanzas españolas al final de los Gobiernos de Felipe González y Rodríguez Zapatero.

El cainismo de la derecha española se ha manifestado también en la nefasta política de comunicación del actual Gobierno. A su incapacidad para transmitir a los ciudadanos la necesidad ineludible de las medidas antisociales que ha tomado, se han unido decisiones como la del ministro Luis de Guindos, que dejó desaparecer a una cadena de televisión amiga -Intereconomía- mientras evitaba que desapareciera La Sexta, una cadena panfletaria dedicada en exclusiva a atacar al Ejecutivo y al Partido Popular. Un Gobierno socialista no lo hubiera hecho mejor. Así lo han entendido dos millones y medio de votantes populares: mejor votar por partidos más serios y coherentes o simplemente no votar.