el almendrero de nicolás

Crucifixión

Los romanos crucificaban a toda la gente díscola por las avenidas cercanas a las ciudades. No solo a Jesucristo, aunque fue el que saltó a la fama. Esta tortura era práctica habitual del imperio y los que vivían de él, y servía para castigar a quienes ponían en riesgo la pax romana. En una de esas cruces simbólicas me he sentido estos días en que por no cometer delito alguno, la derecha mediática ha escarbado hasta que tuvo a bien considerar concederme una plaza en medio de otros crucificados. Y allí me pusieron con unas tachas enormes en los pies y en las manos. Y duelen, eh, se lo aseguro, duelen. Porque como ustedes saben, los romanos no cometen delitos, ellos son los dueños y tienen derecho a todos los privilegios incluido el no bajarse del carromato ni a echar unas limosnas a los pobres. La cruz no es para ellos. Pero si alguien osa mirarles fijamente a los ojos sin temblarle el pulso procurarán atribuirle un delito de alguna manera y clavarlo. Porque si los miras a los ojos se sienten desafiados. Yo asistí en mi condición de diputado a una reunión que mi grupo parlamentario tuvo con el Consejo Ciudadano del partido. No pertenezco a ese consejo, sino que, como diputado, y siempre como parte de mis tareas, asistí a trabajar en la organización interna del grupo, e incluso estuve preparando la respuesta a la investidura del entonces candidato a presidente del Gobierno. Y por decirlo abiertamente, porque saben que hablo claro, soy más transparente que un alevín de quisquilla, me han mandado a la cruz. Y por ir a trabajar, si no hubiera sido así, imagínense. Y ahí he estado al solajero acordándome de la película La vida de Brian, justo la escena en que se le acercan algunos que él creía de su misma aldea, y prefirieron que muriera por ellos. Otros, incluso, acercándose a mí, miraron para los romanos y como sintieron el acecho, me tiraron unas piedritas para justificarse ante el imperio. Una lapidación light. Esas duelen más que las punchas que me clavaron. Menos mal que la mayoría de la gente que se me ha acercado, con mis vecinos a la cabeza y mis camaradas de toda la vida, me trajeron un martillo de orejas, cosa que yo sé usar bastante bien, y me arranqué las tachas, las punchas y todo el andamiaje, y apoyado en sus hombros estoy caminando otra vez. Duele, pero como soy canario sé que el mar lo cura todo, y como el mar es público, por el momento, me voy a dar unos bañitos para seguir luchando contra el imperio. Para la próxima crucifixión ya tendré un callo hecho.