por qué no me callo

Gafas de lejos en el cielo

En los últimos 30 años (han sido treinta años de autonomía y de grandes avatares de toda una generación), la Astronomía ha puesto el acento, de manera categórica, junto al Turismo, en la reputación de la marca canaria como logro de la sociedad. A ese estandarte le debemos una visibilidad exterior que va, como digo, de la mano del acicate turístico. Finalmente, los palmeros han dado con la fórmula del turismo de las estrellas, y por ahí ya cosechan reconocimientos que le otorgan el estatus de una oferta singular. La fundación Starlight (IAC + Corporación 5), poco conocida pero respetada, viene certificando cielos de calidad de otros lugares que los solicitan, con sus auditores astronómicos y turísticos, y ejerce, en este sentido, una tarea de complemento en la estrategia de ciencia y destino, que se ocupa de proteger el cielo nocturno (somos unas islas adelantadas en la legislación de esta materia), divulgar la astronomía y fomentar las expediciones que miran al cielo, donde la visita es la vista. El cielo ha ido supliendo al mar como teatro de operaciones desde que irrumpió la aviación en el siglo XX, y con ella trazamos las autopistas exteriores que solemos denominar conectividad. Es una suerte de economía del aire (asociada a las economías del mar y terrestre), de las comunicaciones turísticas, los inputs/outputs, las energías renovables y los avances astrofísicos. A Canarias le ha correspondido tomar iniciativas y ponerse a la cabeza en este campo. La carrera por hacerse con las lentes y los espejos más modernos de la investigación espacial, como acaba de suceder con la red de telescopios Cherenkov de rayos gamma del hemisferio norte (que vendrán a La Palma), no obedece a un afán competitivo por ponerse medallas. En Astronomía, o creces o estás muerto, y el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) ha vivido en un tobogán de éxitos y desengaños en estas tres décadas de existencia, con la miel del Grantecán instalado en el Roque de los Muchachos y la hiel del Telescopio Europeo Extremadamente Grande (E-ELT) asignado al cerro Amazones en el desierto de Atacama (Chile). Francisco Sánchez guarda el grueso de esa memoria de hitos y decepciones-deserciones de parte de la Administración central. Sin embargo -y lo hago constar-, la secretaria de Estado Carmen Vela, del Ministerio de Economía, se hizo eco el pasado viernes del acuerdo de Berlín favorable al IAC en estos términos: “Canarias, que aporta un cielo extraordinario para la observación y unas infraestructuras de primer nivel, es una potencia mundial en astronomía que refuerza su importancia con esta nueva red de telescopios”. La era de Rafael Rebolo al frente del IAC, que en agosto cumple dos años, cubre las secuelas de la crisis y el renacimiento de los ideales de I+D+i, postergados durante el túnel (ahora que esta es palabra tabú en el México que competía con Canarias por el Array de Telescopios Cherenkov), y experimenta nuevos modos de financiación. Particularmente, los procedentes de los fondos Feder de desarrollo regional de la UE. Europa viene de sortear las curvas de Grecia y de salvar la integridad del euro in extremis. Esto ha aparcado momentáneamente algunas políticas de estímulo tras la recesión, como el llamado plan Juncker y ciertos cantos de sirena a favor de la ciencia y la innovación tecnológica. Atravesamos un período de turbulencias europeas, en el que algunas voces han empleado descarnadamente el vocablo maldito de Grexit que encubre cierta purga selectiva del club de los más ricos decidido a soltar lastre, a desgreciarse y desgraciarnos a todos con apostasías a la carta de la sacrosanta globalización (¿cómo casaría no dejar salir a Cataluña por razones inviolables y expulsar de una patada a un país miembro sin profanar ese mismo dogma?). Rebolo tenía confianza máxima en ganar para Canarias el telescopio ruso de 60 metros de diámetro (casi el doble que el E-ELT), llamado a ser el mayor del mundo. Estaba sobre la mesa de Putin cuando estalla la crisis de Ucrania y las sanciones de Occidente. El tema era objeto de debate en Rusia entre la Universidad de Moscú (nuestra valedora) y la Academia de Ciencias (partidaria de Chile, que nos persigue como nuestra sombra allá donde se discute de sedes observacionales). Y ha quedado congelada una millonaria inversión. El dinero es “el estiércol del diablo”, como dice el papa Francisco citando al teólogo Basilio de Cesárea, pero las cosas del Cielo deberían ser sagradas. Esta es una de las pocas batallas loables del hombre; la batalla del cielo y el espacio es la más condescendiente con los valores del progreso y de la paz. Hemos sido testigos de la proeza de la New Horizons en los confines de nuestro Sistema Solar enviando las fotos más cercanas de Plutón. Y hemos asistido en Izaña, en presencia del rey Felipe VI, al cumpleaños de la inauguración, treinta años atrás, por reyes, jefes de Estado y primeros ministros de los observatorios del IAC, con la puesta en marcha de una saga de telescopios robóticos, y, sobre todo, con el descorche oficial del proyecto Quijote sobre el Big Bang, heredero del Experimento Tenerife, que acreditó, en los 80, desde el Teide las anisotropías de la gran explosión origen del Universo. Recuerdo el año pasado los ojos iluminados de Stephen Hawking, escuchando a Rebolo explicarle cómo las lentes del IAC, esas gafas de lejos, son capaces de viajar en el tiempo a los instantes más remotos y despejar las dudas que suscitan los agujeros negros, las dos obsesiones favoritas del físico teórico británico, a quien, por cierto, el ITER pondrá ahora en su casa de Cambridge el panel solar que le prometió.