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José Lozano

Ya se despidieron con ecos de banda y cálidos aplausos. Y tendrán  que pasar cinco años, cinco largos años, para que los Enanos de la Virgen regresen de sus paraderos remotos, de las patrias del misterio que les acogen, y cumplan, con el vigor y la alegría habituales, sus seculares votos con la devoción original y con el pueblo soberano. Por eso, tras un sábado de propina y nostalgia, este domingo tiene un sabor agridulce, un sentimiento cruzado que los palmeros llamamos morriña, una suerte de pena con esperanza que, descontando días, semanas, meses y años, se hace más llevadera. Mientras, quienes los conocen y les quieren (los depositarios del secreto general), quienes les vieron y los sintieron en vivo, o a través de los medios audiovisuales, e incluso aquellos que oyeron hablar de su presencia y prodigio lustral, tendremos que conformarnos con los iconos de metal, con las imágenes en soportes físicos y virtuales y con una parcela luminosa y melancólica en el imaginario común. Nací y crecí en una casa y en un  barrio marcado, y lastrado, por las tradiciones sencillas que hacen ley en los pueblos, entre partituras de cuplés y músicas bailables de los felices veinte, entre libretas pautadas donde, con tinta azul, una letra esquinada esbozaba, dibujaba y adornaba encendidas loas a María -“Y cantemos a Mirián / con lucido afán”- en octosílabos sonoros y, tan suntuosos, “que  no parecían arte menor”, como manifestó en una ocasión Sebastián de la Nuez Caballero, catedrático de literatura y, a la sazón, director del Instituto de Segunda Enseñanza que, aún, no se llamaba Alonso Pérez Díaz, en memoria del político republicano que logró su creación. En estas horas de despedida y cierre, desde la nebulosa de la infancia recuerdo, acaso intuyo, la figura de un aseado pianista que, profeso en la doctrina modernista, escribió las mejores letras de las danzas coreadas que precedieron a la polca Recova de Domingo Santos; José Lozano Pérez (1890-1951) fue el espejo en el que, sin excepción, nos miramos los letristas posteriores que, por designación o concurso, le sucedimos en este empeño; creador de metáforas redondas, versificador admirable -acaso por sus dotes musicales- con un equilibrio perfecto entre la devoción y la galantería, nos dejó un legado ejemplar cuyo recuerdo, como recordaba mi tocayo Luis Cobiella en alguna tarde de tarea compartida “es una de esas sorpresas impensables que esconden nuestros paisanos y que tenemos la obligación de reivindicar”.