crítica

Maripositas

Pablo Alborán, durante el concierto del pasado sábado en el Cristo. | CULTURA LA LAGUNA
Pablo Alborán, durante el concierto del pasado sábado en el Cristo. | CULTURA LA LAGUNA

Por Ginés de Haro

Comenzó el concierto de Pablo Alborán a la hora a la que se acuestan, cuando hay cole, los niños buenos y las niñas buenas. Como no hay cole, la plaza del Cristo se llenó de niños y niñas y adolescentes, más bien estas últimas, que okuparon las primeras filas. Más atrás, un ejército de parejas enamoradas, pandillas de amigas arregladas para la ocasión -“lleva rebequita que mira que La Laguna engaña”-, y más al fondo, una legión de padres que esperaban con cara más bien resignada a que la niña volviera feliz y ronca de las primeras filas. Allí estaban, apoyados en la barra, con el único consuelo de las cañas a tres euros y el alivio de que más vale que a Martita le guste Alborán que, un suponer, Guerrilla Urbana.

Todavía oscureciendo apareció el artista en el escenario, detrás de un bosque de teléfonos móviles, todos a una con los primeros acordes. Ya no se estilan los mecheros. Y ahí que fueron sonando uno tras otro los temas de su último disco, Terral, en el que el cantante intenta salirse del camino de la balada romántica para introducir ritmos africanos, árabes y algo parecido al rock. Incluso se animó a bailar. Es muy bueno Alborán en su estilo, ese que inició Alejandro Sanz y que luego siguieron otros con mayor o menor éxito (Orozco, David de María, Diego Martín y, más recientemente, Pablo López). Un pop de aires aflamencados que, visto lo visto, gusta mucho. Ninguno se acerca al maestro del corazón partío, pero habrá que reconocer que Pablo Alborán compone y canta como los ángeles, una voz preciosa y unos giros llenos de buen gusto y sensibilidad que se aprecia mejor en las distancias cortas. Y en eso radica uno de los problemas del concierto del sábado: los matices de la voz se perdieron en la inmensidad de la enorme plaza, enredados entre gritos, bailes y las voces de un señor que vendía gusanitos. Tampoco ayudó a que se estableciera una conexión perfecta el que el escenario estuviera algo bajo, al punto de que, para los de atrás al menos, cuando el cantante se sentaba al piano parecía que se lo había tragado la mismísima tierra. Se diría que el artista se hace inmenso en los espacios pequeños pero muy pequeño en los grandes escenarios.

“Siempre juntos en este sueño”, así decían cientos de cartelitos enarbolados al aire con una mano, imagen clara de hasta qué punto consigue enamorar a la legión de seguidores allá por donde va. Este verano nadie llena más que Alborán, que ya venía de arrasar en La Palma. Fue en los bises cuando saltó la chispa del talento enorme que atesora: un fandango a pelo que hubiera gustado al mismísimo Manolo Caracol. Lástima que la senda más pura no sea rentable. Pena que a este artista lo saquen a rentabilizar el éxito por esos estadios y plazas y no por su terreno natural, en teatros y auditorios, dónde el duende surge sin escandalera.

Todo esto importará poco a las fans que coreaban “¡Esto si que es un peasso artista!”; a las parejas que están dentro de esos dos años que dicen los bioquímicos que dura la pasión amorosa (los poetas cursis lo llaman “maripositas”) y a los padres apoyados en la barra, felices también a partir de la cuarta cerveza.