tribuna

Nunca igual – Por Indra Kishinchand

Estábamos en alguna calle de Jerusalén cuando me preguntó si sería capaz de abandonar la cámara por un instante. Puse cara extraña. Jamás me lo había cuestionado. Quería captar todo lo que nunca iba a volver a suceder para que la memoria no olvidara la vida. A pesar de todo, accedí. Con el paso de los años me di cuenta de que nadie lo había grabado y recordaba aquel momento casi como un fotograma más. Empecé a entender, simplemente, que hay que acariciar los destinos, comprendí la obviedad de que al día siguiente no sería el mismo de ayer, y que esa razón sería suficiente para no decir lo mismo. Lo que yo había descifrado entonces terminó por convertirse, para otros, en dependencia de lo efímero; así que, una vez más, me movía en el terreno contrario (nadie sabe de quién). Era imposible disfrutar de la realidad sin toparse con el inquebrantable deseo de inmortalizar lo que se hubiera recordado mejor si nadie nos hubiera forzado a ello. Nada dura; nada es perfecto; nada está acabado. Por eso es mejor olvidar y entregarse a la ausencia, y por consiguiente, a la inquietud y el vacío que esta causa. El tiempo reducido impide asimilar la verdad y nos transforma en humanos en busca de instantáneas irrepetibles. Como dice Paco Cifuentes: “Tú no imaginas nunca igual;/ la misma calle;/ el mismo bar”.