nombre y apellido

Salvador Távora

Las cornetas y tambores, las marchas procesionales y una pasional y fascinante puesta en escena resucitaron a la cigarrera inmortal que, desde hace veinte años, incorporó al genial Salvador Távora (1948) a sus famosas paternidades: Próspero Merimée (1803-1870), autor de la novela corta que inspiró el libreto y que no conoció la ópera de Georges Bizet (1838-1875) y no disfrutó, ni siquiera adivinó, el éxito de la obra que le colocó en la historia. Entre la clandestinidad y la exaltación, desde los años setenta del pasado siglo, La Cuadra acuñó una doctrina escénica, mediana entre la tradición y la transgresión, entre el mito sacralizado y desnudo del único pueblo de las Españas que tuvo, y tiene, para su mérito y fortuna un idioma plenamente universal, fundado en la universalidad de las pasiones por encima del acervo semántico y en la potencia étnica de la música y la danza que derriba todas las fronteras culturales. Quejío (1971) representó un aldabonazo a las conciencias sobre la realidad del campo andaluz que viajó por el estado, entre la exaltación y la clandestinidad, y se representó en espacios alternativos y paraninfos cuando la autonomía y el riesgo de las universidades acogían los espectáculos vetados en los teatros públicos. Los palos (1975) y Herramientas (1977) ratificaron la complicidad social y convirtieron a Távora

-que en sus mocedades fue torero y cantaor- en un referente dramático “que convertía en acontecimientos esperados todos sus montajes”. Su versión de Crónica de una muerte anunciada del Nobel García Márquez unió el ritmo obsesivo de un relato con final sabido con el fatalismo andalusí en una obra trepidante y con la angustia por bandera; y, con sensibilidad solidaria, hurgó en las creaciones de Picasso para desentrañar su alma sureña y traducirla en expresiones corporales de racial estética. Ahora vuelve Carmen a Madrid y la crítica la saluda como nueva porque “veinte años no es nada” si, en tiempos de menús ajustados a las carencias y reducciones de tiempo y forma, se plantan en la Gran Vía treinta y seis actores, cantaores y músicos, que se mueven a los sones píos y marciales -como los pasos de la Pasión sevillana- y entornan a María Távora, fresca, como en el estreno de final de siglo, pero madura de talento y recursos, raíz y mariposa capaz de fascinar y conmover y de bordar, sobre las tablas, un paso a dos con un caballo blanco.