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Apaciguamiento

La corrupción de Púnica, junto a la confesada de Jordi Pujol y su familia, la andaluza y muchas otras más, que surgen todos los días, han traído por enésima vez a la actualidad española la lamentable prueba de que somos una sociedad corrupta, una sociedad que vive instalada en la corrupción. Los españoles confirmamos cada día lo que hemos supuesto siempre: que muchos de nuestros políticos y sus familias utilizan el poder para enriquecerse ilegal e impunemente, porque, por temor a las represalias o porque se benefician de esa corrupción, muchos no políticos no se atreven a oponerse ni a descubrir esas actividades, en las cuales llegan a colaborar. El problema se extiende a toda España y afecta a todos los partidos, de derechas y de izquierdas, nacionalistas y no nacionalistas: todas las ideologías sirven de disfraz a la corrupción. En Canarias sabemos mucho de eso. Y los recientes Gobiernos radicales antisistema nos están mostrando inequívocamente lo que podemos esperar de ellos al respecto. Pero, ¿por qué somos un pueblo corrupto? ¿En dónde reside la diferencia?

La cultura ciudadana y política de los españoles, su orientación a valores cívicos y políticos, adolece de una enorme cantidad de elementos negativos que lastran nuestra adaptación a las exigencias de una sociedad moderna y democrática. Precisamente se trata de que carecemos de tradición y de referencias democráticas homologables con las sociedades de nuestro entorno. Por el contrario, estamos acostumbrados a enfrentarnos entre nosotros -y a matarnos- sistemáticamente cada cierto tiempo, hasta el punto de que lo de las dos Españas no es una mera figura poética o una licencia expresiva del poeta, sino una realidad auténtica que, lamentablemente, todavía está presente en la sociedad española. Desde la guerra civil de las Comunidades castellanas y las Germanías de Valencia hasta las tres Guerras Carlistas del siglo XIX y la última guerra civil, pasando por los enfrentamientos de 1640 y la Guerra de Sucesión a la Corona que, entre otras cosas, nos costó Gibraltar, nuestra historia consiste en una serie de guerras civiles y enfrentamientos fratricidas, sin contar los pronunciamientos militares, los golpes de Estado y los asesinatos políticos, incluyendo varios presidentes del Gobierno. En nombre de la memoria histórica se buscan los restos humanos de la última guerra civil, pero, si seguimos profundizando en nuestra geografía, encontraremos en sucesivos estratos los restos de nuestros enfrentamientos anteriores, que avergüenzan nuestra historia.
La imbricación entre la sociedad española y la religión -la jerarquía católica- ha sido absoluta, hasta un punto solo comparable en Europa con los casos irlandés o italiano del sur, o el caso griego respecto a la ortodoxia. Y esa imbricación ha supuesto que nuestros valores y referencias han sido exclusivamente los de la Iglesia española, una Iglesia, además, que en muchos períodos no se ha caracterizado por su modernidad. Cuando el proceso de secularización ha resquebrajado o destruido esos valores y referencias católicos en un segmento significativo de la sociedad española, el resultado ha devenido en la nada, en la ausencia de cualquier valor y cualquier referencia. No hemos sido capaces de construir una moral pública, una ética cívica, no anclada en la religión, como han hecho las sociedades del norte de Europa. Y si a eso unimos nuestra concepción picaresca de la vida, la tragedia está servida.

Somos una sociedad picaresca, una sociedad de pícaros persuadidos de que si las normas y las leyes son democráticas, eso significa que no hay que cumplirlas, incluyendo la Constitución. Unos pícaros que piensan que los derechos no tienen límites y se ejercen como cada uno quiera, y no de acuerdo con las leyes que los regulan y limitan. Unos pícaros para los que ganar unas elecciones implica obtener una patente de corso para apoderarse del Estado, de las Comunidades Autónomas y de todas sus instituciones. En resumen, somos una sociedad desarticulada y corrupta. Porque sufrimos una corrupción social y política generalizada de proporciones gigantescas. Sufrimos una clase política, unos partidos y unos sindicatos corruptos. Sufrimos una Justicia injusta y desigual, en la que medran los políticos y no los buenos profesionales.

La sociedad española no respeta ni a su Parlamento. Porque, por citar un caso, únicamente en una sociedad sin tradición ni referencias democráticas son concebibles convocatorias como la del año pasado bajo el lema “Rodea el Congreso”, el símbolo y el depositario de la soberanía del pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, según establece la Constitución. Y, por desgracia, hay antecedentes de tentativas de asalto al Congreso de los Diputados y al Parlamento de Canarias, entre otros Parlamentos autonómicos, y de amenazas e intentos de coacciones a los diputados. Y eso que, como no podía dejar de ocurrir, el Código Penal sanciona tales comportamientos. Proliferan los insultos al Jefe del Estado y los pitidos al himno nacional, pero el Gobierno popular hace sus cuentas electorales y se inhibe de aplicar la Ley y de agravarla, permitiendo que las sanciones por acciones tan intolerables y atentatorias contra la soberanía nacional se queden en ridículas multas. Apaciguamiento se llama la figura. Y después se preguntan por qué pierden votos.