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Exportar la democracia – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

En estos cuatro años de guerra civil, ¿por qué no se ha protegido a la población civil siria igual que -supuestamente- se hizo con la libia? ¿Por qué no se ha establecido una zona de exclusión aérea en Siria como se hizo con tanta facilidad en Libia? Pues simplemente porque reconocidos violadores de los derechos humanos, como Rusia y China, amigos y sostenedores del régimen sirio, lo impiden con la complacencia de las democracias occidentales, aprovechando así que la famosa ONU, que tanto citan los progresistas de salón, depende para actuar del veto de estos dos Estados tan progresistas. Hace ahora dos años, el uso de armas químicas, gas sarín, en la guerra civil siria -por el régimen sirio o por sus enemigos, igual de criminales- hizo parecer posible, por primera vez, una intervención occidental, aunque únicamente con bombardeos selectivos y misiles desde los buques, no con un despliegue de soldados sobre el terreno. Sin embargo, el presidente Obama, con el inicial apoyo del Congreso, se quedó solo en su deseo de intervenir. Las democracias occidentales se inclinan por el empleo de medios pacíficos, cualquier cosa que eso signifique. Y la iniciativa intervencionista de Cameron sufrió una sorprendente derrota en los Comunes, con una más sorprendente aún ruptura de la disciplina de voto por un sector de sus diputados. Una disciplina de voto sin la cual una democracia parlamentaria no puede funcionar. Incluso el Papa se manifestó contrario a la intervención, aunque no suele referirse mucho a las coacciones, la violencia y la auténtica persecución que sufren los cristianos sirios y egipcios, como antes las sufrieron los cristianos iraquíes. Las democracias contemporáneas se están suicidando por el sistema de llevar hasta el paroxismo más enloquecido sus propios valores y principios, y aplicarlos sin tasa ni medida, sin atender a aquella máxima orteguiana de las circunstancias. Cuando una democracia no entiende que es ella y sus circunstancias, se extingue. Cuando una democracia se olvida de sus propios orígenes sociales e históricos, y pretende exportarse, como ocurrió con Irak y ahora está ocurriendo con Afganistán y con los Estados árabes del norte de África, desde Egipto a Libia y Túnez, pone en grave riesgo su propia supervivencia.

Las democracias se están olvidando de sus propios orígenes sociales e históricos, y de que pudieron nacer gracias a la afortunada confluencia de factores sociales, culturales, económicos y políticos, que fueron producto de específicos desarrollos históricos de las sociedades occidentales y que no se pueden exportar ni mucho menos crear de la nada. La democracia no es exportable. En el origen de la democracia de los antiguos y en el origen de nuestras democracias contemporáneas se dieron unas afortunadas confluencias de circunstancias que permitieron la democracia. Y que no existen fuera del ámbito de las propias democracias. Nos hemos olvidados de todo esto; nos hemos olvidado de nuestros propios orígenes y nos hemos persuadido de que la democracia es una especie de protocolo o prontuario de buenas prácticas que se pueden aplicar en cualquier sitio. Un conjunto de recetas que normalmente se limitan a organizar a trancas y barrancas unas elecciones más o menos presentables, y permitir que concurran unos grupos que no representan a nada ni a nadie o, lo que es peor, que representan a los sectores más antidemocráticos y enemigos de nuestro mundo occidental. Al final, lo que conseguimos es entregar el poder a unas gentes que no solamente no tienen nada que ver con la democracia, sino que su objetivo principal es destruirla y destruir nuestras sociedades. Ya ocurrió cuando los Estados Unidos destronaron al Sha del Irán y permitieron -y facilitaron- el establecimiento de la aberrante dictadura teocrática iraní. Y está ocurriendo con las sangrientas revueltas árabes que hemos patrocinado y que algunos todavía se atreven a calificar de primaveras. Los líderes occidentales hablan con vaguedad de la participación en el poder de la sociedad civil y los partidos de la oposición. Cumpliendo el guión de lo políticamente correcto, Estados Unidos y la Unión Europea reclaman la celebración de elecciones libres y transparentes. Pero las preguntas que se imponen y que nadie contesta son: ¿qué sociedad civil y qué partidos de la oposición?; ¿quiénes se presentarán a esas elecciones?; ¿qué oposición existe en esos países? Porque allí no hay nada parecido a la sociedad civil ni a los partidos occidentales, y los opositores que surgen de la nada y hasta regresan del exilio son personajes en busca de autor que lideran minúsculos partidos de notables sin base social alguna. Lo menos malo que le puede pasar a la democracia es que estas falsas revoluciones democráticas árabes terminen en nada y concluyan en que todo cambie para que todo siga igual. Los fiascos clamorosos de Siria, Irak y Afganistán nos alertan sobre la imposibilidad de exportar la democracia a esas regiones y lo peligroso de la situación para la propia democracia occidental, la única posible. Mientras tanto, hemos llegado a graduar la barbarie, y las muertes por una simple bala o por un coche bomba, o por una decapitación que se graba y se difunde, ya no nos afectan. Las muertes por gas tienen un plus, como hace dos años. A eso han llegado las cosas.