REBEQUITA, POR SI ACASO

Perdón por la nostalgia

Cuando era chica y se me perdía o gastaba el pegamento y no había manera de ir a comprar otro tubo, mi padre improvisaba una especie de engrudo con el que calmaba mi ansiedad de bricolaje y me mantenía entretenida y sin molestar durante un tiempo prudencial. El engrudo se hacía, creo recordar, con almidón de arroz y, las cosas como son, valía para bien poco: destrozaba el papel, no pegaba bien la madera y era totalmente inservible en otros materiales como tela. Pero yo, que hasta los tres años no tuve una hermana, y hasta los seis no pude jugar con ella -si excluimos el hecho de cogerla en brazos a escondidas y tirarla abruptamente sobre la cama si se acercaba mi madre- tenía que entretenerme con algo. Y, ahí, mi padre era el mejor. Le encantaban las manualidades (pretecnología, se llamaba entonces) hasta el punto de que, si en el colegio mandaban a hacer tarea de esa asignatura, que iba desde ropa para los muñecos a intrincadas ciudades de marquetería, se ofrecía a ser mi ayudante y acababa haciendo él todo el trabajo, para alegría de mis manitas descoordinadas. Mi padre tenía una manera de funcionar muy sui generis. Y solo hoy, que está en cuerpo pero su mente ha escapado, he llegado a darme cuenta de cuán locos éramos ambos y de qué divertidas situaciones se producían siempre entre los dos, centro de episodios surrealistas que, tamizados por el benévolo discurrir del tiempo, hoy se me hacen maravillosos y mágicos. Como cuando decidí que me cambiaba el nombre. Vivíamos en un barrio de La Laguna, de manera provisional, a la espera de nuestra casa definitiva en Santa Cruz. ¡Ah, aquellos tiempos en que un piso se pagaba de golpe y ya estabas libre para poder comprar otro en el lugar que quisieras…! Así que, cuando nos mudamos, yo decidí, unilateralmente, que debía adoptar una nueva identidad acorde con mi nueva y glamurosa vida en el centro de la capital de la isla. No tardé mucho en comenzar a difundir la especie -tres años tenía, atención- de que me llamaba Fátima. Se me acercaban niños a querer jugar conmigo, cuando lo de conocerse era una cosa fácil y natural, y a todos les decía, orgullosa, lo mismo: “Soy Fátima”. Así estuve un tiempo largo, no recuerdo cuánto, hasta que un día mi padre, que debía andar más atento que de costumbre, escuchó a unos niños llamarme en voz alta. -¿Quién es Fátima, Ana? -No sé.

-¿Cómo que no sabes? -No sé, papá. Yo qué sé. -Te están llamando a ti. ¿Tú les dijiste que te llamas Fátima? -No, yo no.
-Ana. ¿Les dijiste que te llamas Fátima?

-Vale, sí, es que me gusta más ese nombre y ahora todo es nuevo. De manera que, con la calma que nunca tuvo, explicó a los niños, uno por uno, que me llamaba Ana. Y, estoy segura, en la misma conversación les dijo que tuvieran paciencia conmigo, que yo era de aquella manera. La cosa es que acabó la aventura del nombre inventado durante unos meses. Hasta que pude volver a ella el verano siguiente. Estábamos en Las Caletillas, en el apartamento de unos amigos de mis padres, pasando unos días cuando decidí, siempre por mi cuenta, ya saben, lanzarme a la piscina grande aprovechando un descuido de mi madre. Debí pensar que era fácil aquello de nadar, y que mi cuerpo de cuatro años se las sabría arreglar solo en medio del agua. Y no. Cuando comencé a mover brazos y piernas y me di cuenta de que aquello no iba y me hundía, quise gritar. Pero me daba vergüenza. Así que mantuve todo lo que pude la dignidad y el ritmo, de modo que, agotada, y viendo que nadie se percataba de mi apuro, chillé como una posesa hasta que mi madre acudió a salvarme, casi a punto del desastre. Por la tarde, ya duchada y vestida para jugar, volví al entorno de la piscina en la que había sido la atracción del día. Y se me acercaron -con buena fe, sin duda- unos niños que me señalaban, riéndose ostentosamente, al grito de: “Tú eres la que se estaba ahogando esta mañana”. No podía permitirlo, claro. Así que eché mano de mi inventiva y recuperé mi nombre de guerra. “No, no”, dije convencida. “Yo no era. Fue mi hermana gemela, Fátima”. A partir de entonces, cuando me cruzaba con ellos, siempre preguntaban si estaban hablando con Ana o con Fátima. Y yo, dependiendo de mi humor, les respondía una u otra cosa, sabiendo que, esta vez, mi padre iba a apoyarme, cómplice. Porque una cosa es mentir por gusto y otra, muy distinta, hacerlo para salvar tu reputación. Llámenme tonta, pero echo de menos aquella lógica del absurdo que hacía todo fácil y nos mantenía, a mi padre y a mí, conectados por un hilo invisible. Llámenme tonta y perdón por la nostalgia, pero hay días en que lo daría todo por volver a ser Fátima y acordarme, maldita sea, de cómo se hacía aquel engrudo.

@anamartincoello