por qué no me callo

El adiós de Freddy Ternero en los sueños de Perú

Hasta Cusco se llega con la fiesta en el rostro acariciando la visita inmediata a Machu Picchu. Pero, a menudo, uno tuerce el gesto, siente dolor de cabeza y náuseas, por la altitud, y calma el soroche con reposo y mates de coca. Cusco es la ciudad neurálgica de resonancias imperiales, donde el virreinato situó la capital de sus posesiones sudamericanas, lugar de revueltas y ejecuciones, que guarda la huella del inca Atahualpa, apresado en Cajamarca por Pizarro, que acuñó sin querer el fraude de ley de la palabra dada: el inca le ofreció dos cuartos de plata y uno de oro a cambio de su libertad. Pizarro aceptó, y obtuvo el tesoro, pero el monarca indígena fue condenado a garrote vil. Pizarro lloró, era su amigo. Los sentimientos son los sentimientos, pero la guerra es la guerra. Pizarro era un avanzado de la venalidad déspota que ha marcado la historia peculiar (de peculio) de toda América Latina. Pasaba a cuchillo a sus enemigos. Y a sus amigos. Yo quería hablar de fútbol en Cusco, pero estas piedras churriguerescas lo absorben todo. Yo quería decir que en esta Plaza de Armas, el grupo Do-Re-Mi solía cantar el upapá del himno del Cienciano a cada triunfo del mítico equipo local. Quería contarles que en estas cimas en las que el controvertido explorador Hiram Bingham hizo su excursión bautismal hace un siglo a Machu Picchu se descubrieron también sueños memorables de fútbol hace una década, que me recuerdan al Tenerife sobrexcitado que doblegaba a los grandes y se plantaba en la UEFA como si tuviera galones de verdad. Quería tener un recuerdo para Freddy Ternero, el Valdano de Cusco, que hizo del Cienciano -el Tenerife de Javier Pérez- el campeón de la Copa de Sudamérica y el mejor equipo del mundo ese mes, diciembre de 2003, con una escuadra de veteranos, frente a la alcurnia del River Plate. Sí, tener unas palabras de homenaje para aquel hombre que hacía a sus jugadores caminar sobre brasas para demostrar que “sí se puede”, el lema que agitaba en la grímpola de sus proezas. Ternero era imbatible en casa, el Cienciano eran palabras mayores como las crestas andinas de Cusco, como nuestro Tete cuando goleaba al otro Ronaldo y a Cruyff y cortaba las alas del Madrid con las astas del Rodríguez López en el doblete de aquellas ligas que heredó el Barça. Pero el Cienciano no solo ganaba con ayuda del mal de altura en su legendario estadio Inca Garcilaso. Aquella vez le empató en la ida al River 3-3 en Buenos Aires, y el solitario gol que le valió el título, en la vuelta, con nueve en la cancha y transcurrido el minuto 77, lo materializó esta vez no en su Cusco incaico, sino en el Monumental de Arequipa, porque su sede estaba en obras. Y al año siguiente, en terreno neutral, Miami (Estados Unidos) revalidó el milagro, ante el otro tótem argentino, el Boca Juniors, al que ganó la final de la Recopa Sudamericana gracias a que empató en la última jugada del partido, con la suerte de los campeones, y esa circunstancia lo hizo superior en los penales, como dicen en América. Freddy Ternero tenía una fe insensata en los sueños, como antes Valdano, sobre el que, hace un cuarto de siglo, publicamos aquel Sueños de Fútbol que Ternero pudo leer en los 90 y a la década siguiente revivir en su feudo peruano, como si los sueños hubieran volado de nuestra isla a Cusco, de Tenerife a Perú, de Canarias a América. Y uno sueña sobre sueños soñados en su día, deseando que vuelvan a la jaula de San Sebastián que falta nos hacen, como los canarios que se llevó Amaranta Úrsula de las islas para repoblar su Macondo colombiano en Cien años de soledad, que daban media vuelta y regresaban. Ternero decía sí es posible, y era posible subir la montaña y ganar el cielo. Ha muerto. De cáncer de riñón. Era un hombre fuerte, que había jugado y había sido seleccionador y tenía el porvenir del éxito en los genes en un país que se subestima. Mi mujer me había regalado en su día el libro de Ternero, con el título de su grito de guerra, y sentía esa admiración familiar por el papá de las gestas del Cienciano que me parecía un Tenerife de América. Pero este viaje de sorpresas me depara la mala noticia del adiós de Freddy Ternero, que aún era joven (tenía 53 años), había sido alcalde dos veces del distrito limeño de San Martín de Porres, y era una autoridad en la memoria colectiva: un ganador en el país de las derrotas injustas (a la semifinal de la Copa América, Chile-Perú, me remito), en un continente que no se habitúa a sus horas bajas de insomnio y mata a sus dioses, como ahora mismo a Messi. Ternero era un ejemplo de amor a los principios. La clave del fútbol era, en su opinión, el compromiso. Desde lo alto de Cusco pedía a sus jugadores que mantuvieran el compromiso siempre arriba. “Ha muerto papá”, se duelen sus pupilos de las gestas de la bandera roja, que iban a visitarlo a la clínica en Lima, pero el día antes Ternero -reacio a la cita- se les adelantó y no los esperó. En la Plaza de Armas, que de noche se ilumina como un portal de Belén, suena ahora el “upa que upa upa upa upapá, el Cienciano del Cusco es el papá”, como en las grandes tardes. “Teníamos hambre de gloria y ganábamos con la mente”, dice Sergio el Checho Ibarra, uno de los héroes del club de la provincia que Ternero convirtió en la capital del fútbol de América no uno, sino dos años consecutivos.