después del paréntesis

Carmen Balcells

Que en el año 1994 cuando la conocí. Cierto que no había hecho ningún movimiento preciso para tal fin ni nadie, como es costumbre en este país, conforme el caso, me puso ante sus pies. Ocurrió que la Universidad de Tarragona organizó un encuentro sobre el escritor Luis Goytisolo y allí estaba ella, porque era su niño, su preferido, su premio Nobel potencial. Y como La Página había editado un extenso número un año antes dedicado al autor de Antagonía, justo era que su director estuviera allí. Así es que al final de la tarde, cumplido con el trabajo de ponencias, mesas y discusiones, nos reunimos el grupo más selecto en torno a Carmen Balcells, no en torno al autor. Extrañamente accedió a compartir mesa y conversación con nosotros. Y descubrí que era una maestra en ese trance, con un poder de seducción y de atracción que no he visto en otra persona de este mundo.

Inaudito, dirán quienes tuvieron o han tenido noticias de ella, porque en su oficio podía más, muchísimo más el rechazar que el aceptar. Porque en eso, en su sabiduría, en su capacidad de elegir fraguó el prestigio de su agencia literaria, la mejor del ámbito hispanos y una de las mejores del mundo.
Era una mujer inconmensurablemente obesa. Tanto que tenía serias dificultades para moverse y para caminar. Un ser sedente que pocas veces permitía que extraños se acercaran a ella, que los no elegidos escucharan su plática sutil, sus peripecias, sus sublimes manejos sobre la cultura, sus picantes y sólidos preceptos sobre la literatura clásica y contemporánea y su delicada y reconfortante ironía. Nunca sabré por qué me acerqué esa noche de manera especial a Carmen Balcells, sentado justo a su lado, a su derecha. Fue amable y cariñosa conmigo en el discurrir, acaso porque fui el único que se guardó pormenor alguno sobre el oficio o porque entendió que nada de lo que decía u oía era falso, esa rémora siniestra del quedar bien que la rodeaba por lo común, dado quien era y lo que manejaba. O acaso porque en esa época yo tenía pinta de hijo y vaya usted a saber. Fue, y me percaté de que aquella mujer desplegaba la sabiduría como el agua de un torrente, la cabeza enhiesta como el Jabba the Hutt, del Retorno del Jedi. Al final uno se me acercó, acaso por el privilegio manifiesto del que esto escribe, y me dijo: “raro, muy raro; Carmen pagó la cuenta”.

Carmen Balcells se escudaba en su capacidad para leer el mundo, de poner a cada cosa en su lugar. Tanto que se propuso demostrar a los listos y sublimes que era una analfabeta. Y que entendió, como muy pocas personas en esta tierra, qué guarda, qué encierra, qué contiene ese terrible oficio del escribir. Más de cien autores en su agencia con seis Premios Nobel. ¿Por qué? Porque el mundo, desde el árido pueblecito de Lleida en el que nació, desde la sombra de sus castillos, la preparó para obligar a respetar. Ahí sus creadores cumplieron con la exigencia (Vargas Llosa, García Márquez, Neruda, Vázquez Montalbán…) y por ella fueron recompensados. Lo aprendió de un padre inculto con una inteligencia portentosa y de una madre cariñosa y sagaz que la condujo con solvencia por los primeros años de su asiento entre los hombres.

Murió. No su sombra, que perdurará, como perduran algunos libros.