El abanico

Las concertinas de la vergüenza – Por Rosa Villacastín

La llegada a Europa de centenares de miles de refugiados sirios ha dejado a los países miembros de la UE en pelotas. Tal y como su madre les trajo al mundo. Lo que supone un drama sin precedentes desde la segunda guerra mundial. De consecuencias imprevisibles para el futuro de un continente que muchos pensábamos que estaba preparado para hacer frente a cualquier problema que se nos pudiera presentar. Más si éste afectaba a ciudadanos que llegaban huyendo de la peor de las guerras, la más cruel de la era moderna, de la que están siendo víctimas personas indefensas, hombres, mujeres y niños inocentes. Cuyo único pecado es encontrarse en medio de dos bandos a cada cuál más sanguinario.

Duele ver las imágenes que cada día nos ofrecen las diferentes cadenas de televisión. Duele la insensibilidad de los representantes de los diferentes gobiernos europeos, la incapacidad de los ministros de Interior de la Comunidad para ponerse de acuerdo en el reparto de los refugiados, pero duele más aún la represión que estos sufren en países como Hungría, que por negarles les niega no solo el paso por su territorio, también agua y comida. Incumpliendo así, sin que nadie se atreva a levantar la voz en su contra, la legislación internacional, violando el respeto a los derechos de los refugiados.

Viendo las imágenes de esos hombres y mujeres reptando por el suelo como si fueran animales, en un intento desesperado por burlar los desgarros que pueden dejar en su cuerpo las famosas concertinas, no puedo por menos que recordar las dramáticas escenas que tienen lugar cada día en nuestro país, en la frontera de España con Marruecos. Y qué quieren que les diga, me aterra pensar que no haya otra manera de solucionar un problema tan grave como este.

Levantar muros, cerrar fronteras, dictar leyes a la desesperada, no servirá más que para agudizar el dolor, la angustia, la desesperación de quienes están dispuestos a morir en su intento por llegar a nuestros países: a España, a Alemania, a Francia, a Inglaterra o a Suecia.

Es cierto que el problema es peliagudo, y que la solución no es fácil, pero los gobernantes no pueden ampararse en el silencio, en la intransigencia, en mirar hacia otra parte porque cada hora que pasa, cada día, la situación se enrarece y agrava más y más, y llegará un momento en que el choque entre los que intentan pasar y los que les detienen al llegar, será inevitable. Y entonces comenzaran los lamentos, los rezos, las palabras de condolencia y el arrepentimiento. Pero el mal ya está hecho. De ahí que urja que se tomen medidas, pero medidas eficaces, que se habiliten espacios donde a los recién llegados se les facilite la información y los medios necesarios para su supervivencia, evitando así que las mafias se aprovechen de su desesperación y de su impotencia.