De puntillas

Daños colaterales – Por Juan Carlos Acosta

En marzo de 2003, el presidente de Estados Unidos de entonces, George W. Bush, y los primeros ministros de Gran Bretaña, Tony Blair, y de España, José María Aznar, celebraron una cumbre, que ha pasado a la historia como la del Trío de las Azores, para dar un ultimátum a Irak, un estado que, según estos mandatarios, poseía armas de destrucción masiva, en la jerga al uso.

La sucesión de acontecimientos que se produjeron posteriormente es de sobra conocida por todos aquellos que tienen hoy más de 25 años: la invasión del país árabe por una coalición comandada por los norteamericanos; un paseo militar que concluyó con la rendición del ejército regular iraquí y la desaparición de su caudillo, Sadam Hussein, posteriormente hallado en un zulo y más tarde colgado por un grupo de guerrilleros de los que más nada se ha sabido.

La contienda, por llamarla de alguna manera, no solo fulminó el equilibrio de fuerzas que representaba la figura del dictador para las múltiples facciones islamistas que se extienden por todo Oriente Medio, siempre hostiles entre si, sino la sospecha de la existencia de los arsenales atómicos y químicos que Bush se empeñó en endiñarle a Sadam, que había amenazado con desatar la “madre de todas las guerras”, una bravuconada desesperada que no casa ni por asomo con lo ocurrido. Irak se convirtió en un campo de batalla permanente en el que cada día explotan bombas y se ejecutan a decenas de ciudadanos, una procesión interminable de un impuesto de sangre añejo, imparable e irredento. A partir de ahí, las facciones contenidas críticamente por el líder iraquí a lo largo de casi 25 años se deshicieron en un maremágnum y se desbordaron hacia los países vecinos, y es de suponer que hasta Libia, donde Gadafi gobernaba con mano de hierro las 40 tribus beduinas, siempre dispuestas a hacerse con el poder, y a la guerra civil de 2011, que el coronel libio intentó atajar por todos los medios a su alcance, con mucho armamento occidental y mercenarios.

También está en nuestras retinas las crudas guerras intestinas de todos contra todos y la imagen del excéntrico líder apaleado y muerto por otro grupo de guerrilleros anónimos después de la actuación bélica sobredimensionada de una coalición internacional encabezada por EEUU, Francia y Reino Unido.
A renglón seguido le tocó el turno a Siria, donde el islamismo radical se fortaleció en gran parte con el armamento de los arsenales libios y hoy representa la gran amenaza no solo para la región sino para medio mundo. El todavía presidente Al Asad también ha guerreado con todas las argucias disponibles, pero la rebelión es total, generalizada y de improbable contención.

Cabe preguntarse si lo que está ocurriendo ahora mismo, con la llegada de miles de refugiados a Europa, no es el prólogo de la huida masiva de muchos más damnificados de un conflicto expandido que, lejos de remitir, se complica por momentos en una tierra quemada por una sucesión de intervenciones bélicas con material militar altamente tecnológico y escaso seso.

Quizás hoy más que nunca gana sentido aquel eufemismo empleado por el Pentágono en la campaña de Irak para denominar el arrasamiento civil provocado por sus misiles y que hoy se ha retroalimentado, porque los “daños colaterales”, como un gran boomerang, nos están alcanzando por todas partes.