Ahora en serio

No me han vencido

He llegado a una edad en la que ya discuto pocas cosas. Me he hecho más tolerante a la frustración, más comprensiva, a mi pesar. Me observo -yo, que siempre fui rebelde y, por tanto, un quebradero de cabeza para mis padres- menos contestataria y más conformista. Será que me han vencido. Será que me he rendido, por fin, a la inoperancia, al abuso, a quienes se aprovechan del trabajo o la buena fe del prójimo, al goteo diario y anestesiante de injusticias.

Será que ya me importa menos casi todo. Y, sin embargo, aun instalada en esa indolencia, comprendo que no es bueno dejar que a uno le inoculen el virus de la pasividad sin dar una última batalla. Por eso recobro el aliento cuando, ante el horror que estamos viviendo, me descubro a mí misma triste, inerme, y, sinceramente, superada. Cómo no estarlo. Cómo callar o pasar de largo por más que la tragedia sea conocida y repetida. Cómo hacer que todo está bien, que el mundo funciona como un reloj. Cómo mirar las calles, los parques, las plazas, el mar con la misma mirada benévola, sin pensar que son, al tiempo, cuna y mortaja. Cómo ir a comprar el pan y no acordarse de los niños que no lo tienen, que han quedado en la playa como metáfora desgarradora del naufragio de Europa. De las historias de la guerra que narraba abuela. De las colas, de las cartillas de racionamiento, del exilio. De la pena que nos comimos y nos bebimos en lágrimas no hace tanto en esta tierra… Cómo mirar de frente los ojos inacabables de esos hombres, mujeres y pequeños refugiados -refugiados no, que no tienen refugio- por la guerra y por el hambre y no llorar de pena y de rabia por esto en lo que nos hemos convertido.

Estas letras de urgencia han ido cambiando, a lo largo de esta semana, mientras se asomaban al abismo del folio en blanco. Han ido mutando como lo hacía el estado de ánimo de quien las firma. Pasando del asombro a la lástima, del estremecimiento al miedo, de la rabia a la indignación. Pasando de las primeras imágenes terribles del éxodo inacabable al dolor por Aylán, al que Canadá no quiso, inerme y vencidito en la arena turca de Alí Hoca Burnu. A las familias matándose en la desbordada estación de Budapest por un hueco en un tren maldito, que los llevó a ninguna parte un par de estaciones más tarde. A los antidisturbios, funcionarios involuntarios del terror, que, cumpliendo órdenes, cierran fronteras, impiden el paso, cortan caminos de futuro queriendo no pensar mucho, porque tienen en casa mujer e hijos y quién sabe si antes han sido ellos, o lo serán después. Quién sabe.

Y, finalmente, encontrándose con la respuesta que nos hace creer que hay salvación, que no estamos perdidos como especie. En Alemania, la del horror del holocausto, hay gentes en la calle aplaudiendo y animando, dando el calor ya olvidado a quienes pasaban frente a su pueblo. Gentes saliendo de sus casas para mitigar, siquiera con su presencia, sus mantas y su abrazo respetuoso este otro horror de hoy. En otros muchos lugares, ofertas de trabajo. Familias que ceden su casa, su ropa, sus alimentos. Mi amiga Mónica, la madre de Jan, que dice haber “movido, por fin, el culo del sillón” y no ha parado hasta averiguar cómo y qué llevar para mitigar el frío, el hambre, el desahucio…

Alivio. Ha aparecido, por fin, algo de alivio dentro de este cóctel de sentimientos que me lleva y me trae, que me sigue sacudiendo mientras concluyo estas letras, sabiendo que esto es solo el principio.
Alivio de ver que hemos sido capaces, aunque sea por segundos, aunque sea por gente a la que no conocemos, de movernos, de removernos, de conmovernos.

Alivio -no se imaginan cuánto- de comprobar que, para mi suerte, los años no me han quitado lo único que podré heredar de mis mayores.

Qué bien. No era cierto. No han podido conmigo.

@anamartincoello