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La hombría medida por un largo de tela – Por Luis Espinosa García

Existió una fecha, hace muchos años, que aún los mayores no hemos olvidado. No aparecía en los calendarios, los números en éste no estaban tintados de rojo ni de otro color que destacase; no estaba encapsulada en un día fijo, ni siquiera en una semana determinada. Era la puesta de largo varonil, o, por lo menos, así la llamo yo.

Porque también la muchachada masculina tenía su puesta de largo. Los que hasta los trece, catorce o quince años (dependía de lo larguirucho que fuese el chaval) llevaban pantalones cortos de niño, ascendían en unas horas a hombres de pantalones largos.

No existía, que yo recuerde, una norma de conducta con respecto a esa fecha tan importante en la vida de un mozuelo. Podía coincidir con su cumpleaños, podía ser resultado de lo peludas que apareciesen sus pantorrillas o por que llegaban las fiestas del pueblo.

En efecto, las fiestas patronales o de lo que fuesen del barrio, villorrio o incipiente pueblo en que viviese el aludido se celebraban con gran algazara y ruido de voladores. Duraban dos o tres días y hasta la más pobre ratita del lugar hacía sus componendas y estrenaba, fuese como fuese, traje, vestido o zapatos.

Así que, con frecuencia, esa era la fecha determinada para el honroso pero lleno de complicaciones posteriores, paso de convertirte en hombre.

No se celebraba con tarta ni velitas. El padre aconsejaba como había que tirar de las perneras al sentarse el neófito para evitar las arrugas; la madre tal vez le diese un beso y, muy difícil pero posible, el abuelo se dignase darle, disimuladamente de manera que toda la familia se enterase, media peseta o dos reales que, al fin y al cabo, era lo mismo.

En la actualidad contemplo por las calles a muchos hombres, de mi tierra o foráneos, con pantalón corto; algunos talluditos, entre los que me incluyo. Y no parecen avergonzarse lo más mínimo con su prenda alicortada, lo cual a mí me viene muy bien, ya que también los uso.

Quizás es que vuelvo a ser niño, o tal vez sea por la comodidad y la frescura que el atuendo proporciona para soportar los embates de la canícula. No sé. Pero, aunque este regreso a la impúdica exhibición de peludas y varicosas piernecitas no haya tenido una conmemoración “especial”, o no haya supuesto un reseñable cruce de fronteras madurativas, se me ocurre que bien se podría decretar un día dedicado al “anciano de pantalón corto”

¿Por qué no? Cada mañana en el periódico leo el Día de la Paciencia o el Día de la Perseverancia u otras cosas por el estilo. De los 365 días que tiene el año, ¿por qué no dedicar 24 horas a esos atrevidos abuelitos y abuelitas?

Cosas peores se han hecho aprovechando lo largo que en ocasiones se hace el tiempo.

*Médico y montañero