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Khaled Al-Assad

En cuanto la belleza le sorprende en cualquier parte, próxima o remota, el viajero curioso suma a su mochila el placer y peso agridulce de la nostalgia. En medio del desierto cualquier gesto de cultura, cualquier ruina, recuerda que, en otros tiempos, hubo hombres que domaron la naturaleza, construyeron para sí y para el asombro y sus rostros y afanes llegaron al futuro. Hubo un sueño clásico que se llamó Palmira, definido en columnas y frontones que suponían la ilusión grecolatina en las cálidas latitudes de la aventura y hubo aventureros de lanza y espada y otros de opuestos oficios, arquitectos, canteros y albañiles que trabajaron para la vida; y, sobre unos y otros, quienes marcaron los tiempos de la lucha y los afanes de la paz.

Gocé y apuré unas horas de intenso presente ante el presentimiento de que, tristemente, jamás volvería. Por el enclave inolvidable bullían turistas de oriente y occidente, arqueológos rubios y cetrinos y un personaje singular, un sabio amable, que satisfacía la curiosidad de un grupo ilustre al que me agregué, sin permiso, para meterme, aún más, en las entrañas de una historia recuperada. Desde hace treinta y cinco años, Palmira -hoy llamada Tadmor- tiene el merecido título de Patrimonio de la Humanidad y desde hace cuatro meses, cuando fue conquistada por las hordas del Estado Islámico, ha sufrido, y sufre, daños de consideración en su principal activo histórico, cultural y turístico. Las últimas víctimas de la barbarie fueron el profesor Khaled al-Asaad (1933-2015) y el bellísimo templo de Bel. El prestigioso arqueólogo, que dedicó su vida profesional a la excavación, rescate y adecuación museística del valioso enclave, resistió con valor y dignidad las presiones y torturas y no reveló el escondite de distintos tesoros históricos, y fue decapitado en la plaza pública y su cuerpo colgado con un cartel que le acusaba de “infiel y director de ídolos”. La destrucción del monumento, situado en la banda oriental de la histórica ciudad, alarga la irreparable lista de daños de Is y la sinrazón de atacar con saña las venerables ruinas del pasado. Las protestas de los organismos culturales serán tan inútiles como el viento en el sequero y “la urbe independiente entre dos imperios”, como la definió Plinio, provincia de Roma y mimada por Adriano, pasará a la lista de glorias perdidas, como la huella de la reina Zenobia que, durante cuatro años, en la segunda mitad del siglo III, reinó con independencia, boato y fama.