después del paréntesis

El niño y la playa

Nació un poeta en Lima, José Santos Chocano, que argumentó el auxilio de las letras por eso que se llama “patria”. Sus poemas (modernistas, se dice) están henchidos de heroicidad, historia gloriosa y delirios connaturales. Fue nombrado el “poeta de América”. Y como así se manifestó, aparte de matar a un joven escritor porque lo contradijo, miró medrar al lado del poder y se jactó de ser amigo dilecto del dictador de turno de la América Hispana. Lo merecía; el sectarismo cuenta con semejante rigor. Hasta que el tiempo lo puso en su lugar (no hay bien que cien años dure) y lo descubrió pobre y desamparado. Tanto que hubo de empeñar los innumerables trofeos, varios de oro, que, por tal mérito, mereció. De ese modo andaba por Santiago de Chile el día 13 de diciembre del año 1934. Se había empeñado en descubrir, para reparar su decoro, el tesoro de los jesuitas. A ello se dedicó en compañía de algunos truhanes. Entre los dichos un esquizofrénico compulsivo que anudó la historia al asestarle dos puñaladas mortales en el corazón mientras andaban en el tranvía. Se dirá que poco importa la más grotesca demagogia que encarna su poesía; importa el cómo se ajusta la desproporción. Luego, cabe presumir que en la vida de los hombres siempre la justicia se administra con semejante contundencia. Pero contradecimos ese aserto positivista. Por lo común la indulgencia no se arrima a registros éticos (ya vimos) y suele dejar desgracias por el camino. Eso contemplamos en la playa, con un niño en la orilla, la cabeza en el agua. Y acordamos que un crío de tres años (Nilufer Demir, se llamó) contempla el mundo a su edad por la plenitud, por la eternidad, por la inquietud, por el juego y por la brillante luz; que un nene de esa edad frente al mar clama por el delirio de la olas, por mojarse y suponer que ya sabe nadar, que vence la vastedad de ese líquido. Pero no estaba allí para eso; estaba muerto. Y esa estampa removió la conciencia de los seres de buena fe.

¿Por qué murió? Se aduce que su familia pidió asilo a Canadá y se le negó. Se le negó porque los seres humanos no somos dueños del mundo; los dueños del mundo son los que ponen exclusas a las naciones. Ahí no cabemos todos; caben los elegidos. De lo cual se deduce que el racismo es una marca y que la adversidad no encuentra cobijo según y donde. El convenio de la separación se arrima al de la diferencia, como muestran las patadas y zancadillas de la tal Petra Laszlo a los refugiados sirios.

Esa es la estrategia: convenir en la exclusividad y en la exclusión. Por ejemplo, un tal Artur Mas anda por ese camino. Al amparo de su padre político Jordi Pujol, proclama que quien ha de juzgarlos es la justicia catalana, como se oyó en Canarias cierta vez respecto del caso Dimas Martín. La española los quiere mal, no importa de que desfalcos sean dueños. Defienden lo que les conviene, para salir sin mácula de sus intrigas. El juicio no puede ser universal, deploran ser confundidos con lo universal de los hombres. Los asiste el particular. Por eso son ellos los que trazan las líneas de las fronteras, fronteras donde se ampara la propiedad, los sistemas judiciales incluidos, amén de los bienes que (por su dedicación, por su servicio) puedan atesorar.

El escritor inglés Samuel Johnson lo confirmó: el nacionalismo es el último refugio de los canallas.