El dardo

Sí pero no

La proposición de ley de reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional instada por el PP viene a llenar un inconcebible vacío legal que hasta ahora permite, al menos a algunos nacionalismos radicales, que las sentencias de ese alto órgano jurisdiccional queden convertidas en meras resoluciones declarativas, en lugar de decisiones resolutivas o ejecutivas, como es propio del Estado de Derecho. La incomprensible dejación de responsabilidades de los gobiernos -todos los gobiernos, sin excepción- de la democracia, casi siempre por su necesidad de pactar con PNV y, sobre todo, CiU, dio alas a los soberanistas, quienes durante años se han saltando a la torera decisiones trascendentales de los tribunales de justicia y del mismísimo Constitucional, llegando incluso a presumir de tan bochornosa osadía sin que caiga sobre ellos el peso de la ley. Tanto la Constitución, en su artículo 155, como el Código Penal, en lo que atañe a los delitos de secesión y desobediencia, ofrecen suficiente argumentario jurídico para haber cortado de raíz los desafíos del independentismo insolidario. No ha sido así y, llegado a este punto, el Gobierno ha preferido cargar sobre los hombros del Tribunal Constitucional la responsabilidad de una reforma urgente y necesaria sin ni siquiera consultarla con sus miembros, dada la magnitud del desafío catalán. Tampoco ha querido pactarla con otras fuerzas políticas o someterla al criterio de distintos órganos jurisdiccionales, precisamente cuando las elecciones del 27-S ya están en puertas. Se da con ello la impresión de que se trata de una medida a la carta, dirigida al presidente Más y sus seguidores independentistas, de pura oportunidad política y electoral, aunque a mi parecer sea irreprochablemente legal para salvar los superiores intereses del Estado. No se carga con ella el Estado de Derecho -eso sólo lo viene haciendo la Generalitat al perseguir fines irrealizables por medios ilegales-, ni se utiliza “música de Inquisición”; lisa y llanamente, se trata de remarcar las reglas de juego del sistema y de sancionar severamente los comportamientos de quienes pretendan saltarse el imperio de la ley, que es el presupuesto básico de la democracia. Por todo ello, sí a la reforma, aunque no al tiempo y al modo de llevarla a término.