Esta sociedad del desarrollo tecnológico, de las comunicaciones, de la hiperconversación y de las redes sociales, entre otras muchas cosas, ya se ha colgado una nueva etiqueta: la sociedad de la soledad. Y no me refiero a ese deseo íntimo de escuchar el paso del tiempo en silencio; o esos instantes reflexivos en los que la mirada atraviesa todo lo tangible y se pierde en el horizonte soñando; tampoco aludo a esos momentos de recogimiento, de lectura sosegada… El riesgo, como ya apuntan numerosos estudios, es que la soledad no deseada se está convirtiendo en otro factor que genera exclusión social.

Ya con la mera definición de la soledad bastaría para entender que, si esa desconexión social y familiar, es involuntaria y además se sufre cuando estamos todo el día rodeados de otras personas, quizás sea más dolorosa. No se entienda este alegato como un ejercicio para denostar la dosis de soledad que todos necesitamos a diario, porque esa nos permite reencontrarnos con nosotros mismos y abandonar ese rol de la sociabilidad permanente y perpetua. Cada vez es más frecuente detectar a esas personas que se han desconectado de la sociedad, también es novedosa esa visibilidad. Habría que explorar qué razones empujan a quienes se sienten solos, y no quieren estarlo, hacia ese camino. Se apunta a la moderna desaparición del concepto tradicional de las relaciones familiares y coincido en que la ruptura de ese vínculo nos deja mucho más indefensos en la ingravidez de la soledad. También, y ese aspecto es mucho más moderno, la exclusión que genera el hecho de desembarcar en el territorio del desempleo. Hoy en día aquellos que trabajan, casi por obligación crean a su alrededor un corpus relacional, cuando ese cordón se rompe el vacío se expande a otra dimensión. Y por último, el estudio al que me refiero apuntaba dos parámetros que crecen en el muestrario estadístico de la soledad: ser mujer, soltera y sin hijos. Disculpen pero sumando todos los conceptos creo que como sociedad, algo estamos haciendo mal.
@felixdiazhdez