De puntillas

Una de tollos – Por Juan Carlos Acosta

La geología conformó hace millones de años lo que es hoy el Archipiélago, y a veces intento retroceder todo ese tiempo para imaginar la escena de aquellos volcanes que se levantaron del lecho marino para dejar este rastro pétreo, sobre el que caminamos, donde antes no había nada. Dicen que primero fueron los roques occidentales y más tarde los orientales, pero da lo mismo. Desde el océano, suficientemente lejos, podría haber presenciado, de haber estado allí, columnas de fuego que se elevaron acompasadas con sordos estampidos monumentales, cuyos ecos la atmósfera ha seguido devolviendo de forma ya casi imperceptible hasta hoy, remedando de esa forma las entrañas del planeta. Intuyo que la lava se precipitó en muchos y diversos estadios de tiempo y espacio conformando laderas incandescentes, un colosal espectáculo rodeado por el mar humeante que parecía capaz de engullirlo todo. Al caer la noche, los reflejos acentuaron todavía más, si eso fuera posible, el poder de este ser vivo que hemos colonizado desde tiempos inmemoriales, aunque ni rastro de la especie humana ni de cualquier otro tipo de existencia por ahora. Los peñascos, en principio jirones encrespados, fueron dando paso gradualmente a una superficie apagada, mientras que el Teide siguió vomitando espirales y bombas volcánicas como un gran castillo de fuegos artificiales, hasta levantarse casi cuatro kilómetros y convertirse en la formidable pirámide telúrica que es hoy. El proceso fue soberbio, con moles de tierra que emergieron crepitando y lanzando bufidos colosales en todas las direcciones.

Y ya la balsa marina nunca pudo inundar la huella de la eclosión de la naturaleza en esta parte del mundo, cuando las tripas de la Tierra se abrieron para irradiar la geografía que hoy conocemos y que calificamos como paraíso, afortunadas, jardín de las hespérides o incluso Atlántida. Muchísimo tiempo después, consolidadas las islas geográficamente, brotaron sus primeros pobladores, al parecer, sobre todo, náufragos bereberes que habrían llegado arrastrados por el mar hasta las playas. Siete pequeños continentes albergaron, se supone que durante siglos, comunidades que convivieron sin conocerse y que recibieron las visitas ocasionales de barcos extranjeros, hasta que llegaron los castellanos. Todo esto lo sé de oídas, como también lo que dicen de la idiosincrasia de sus moradores, que siguen padeciendo aversión a la unidad territorial y crecen de espaldas a sus realidades. Parece ser que lo importante, a pesar de que muchos canarios pasan hambre y necesidades tercermundistas, es un instrumento pequeñito y agudo que llaman timple y el deporte de las pelotas, aunque también los tollos y el gofio. Y que eso viene ocurriendo porque a los caciques antiguos y actuales les ha ido muy bien separando, ocultando y ganando tiempo para seguir holgazaneando y bloqueando per saecula saeculorum sus prebendas también milenarias (o millonarias). Así que la solución debe estar allí todavía, en aquel otro tiempo geológico que continúa transformándose eternamente; y más vale ir haciéndose a la idea de que los roques van a seguir peleados hasta el juicio final, si lo hubiere, que lo dudo, tal y como veo que se diluyen las empatías, sin más, en las orillitas de los ombliguitos atlánticos.