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Andrea Lago

Al igual que los predicadores que imponen, o quieren imponer, la moral -su propia moral o la moral en la que milita- por oficio o por gusto, los escribidores no nos conformamos a comentar la actualidad sin más; a opinar desde el plano raso, humilde y sensato de la gente común; no nos resistimos a largar unas gotas de ideología o doctrina sobre quienes hacen el favor de leernos, en la presunción de ocupar escalones de jerarquía ética o intelectual por encima de la objetividad, la decencia o el entendimiento de cualquier viandante. Desde el llano, observé y ahora comento, los tristes casos de la niña Andrea y de la niña Asunta, ambas gallegas y tocadas por el mal azar del final temprano. En un acto infinito de amor -que siempre implica sacrificio y renuncia- los padres de la primera reclamaron, al amparo de la razón y la piedad, una muerte digna para la pequeña, afectada por una enfermedad neurodegenerativa incurable que le diagnosticaron cuando contaba un año; ingresada desde junio en un centro sanitario, donde su estado empeoró al punto que sólo la mantenía con vida la alimentación estomacal, sus padres invocaron una ley autonómica para adelantar dulcemente el inevitable desenlace, y en la comprensible causa, contaminada por agentes y argumentos externos, se enfrentaron con médicos, burócratas y moralistas de parte y de la misma calle, proclives a tratar, con falsa autoridad, los asuntos ajenos. La posición de un juez profesional -no hay mejor adjetivo para cualquier trabajo- y el cambio de criterio del equipo médico cerraron un drama de contados protagonistas y muchos espectadores con vocación autoral. La niña Andrea descansa para siempre en el cementerio de Noia y en la memoria de sus ejemplares progenitores y de una multitud solidaria que los apoyó en silencio desde que conocieron su demanda. En el otro extremo, los padres de Asunta Basterra -que una vez se presentaron como el matrimonio modélico y pionero de la adopción de niños orientales en Santiago de Compostela- siguen en el banquillo de los acusados por el escalofriante asesinato de una niña de doce años; nada de cuanto han dicho ha desmontado la instrucción que los imputa como únicos responsables del peor crimen, premeditado según parece, y que recurrió, incluso, al uso de grandes dosis de orfidal, como descubrió la autopsia. Pobres niñas de vida breve y afortunada aquella, dulce Laura, que toca el amor más allá de la muerte y, sobre todo, pobre Asunta que no tiene siquiera quien la llore.