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Antonio Cañizares

En cuatro días y otras tantas salidas monseñor Cañizares subió el precio del pan a las nubes. Tras sonadas ostentaciones -la capa magna de cinco metros, desaprobada por Pablo VI medio siglo atrás- mantuvo cierta discreción pero le faltó tiempo para meterse, sin que nadie le llamara, en el lío de la independencia con una vigilia a favor de la unidad de España; pero nada dijo de sus colegas catalanes y los meritorios regulares propagandistas de la causa. Arremetió contra el católico Duran i Lleida por criticar la línea de la Cope -con el derecho que le da su cargo de elección, circunstancia que no concurre en el prelado peleón- con citas “a la libertad de expresión que la iglesia debe garantizar”. Fue más lejos y, con la excusa del título personal, proclamó que “la unidad de España es un bien moral” -¿por qué mete a su digna institución en los jaleos que le gustan?- y Krzysztof Charansa, de la Comisión Teológica Internacional, refutó su afirmación “por inadmisible para la Doctrina Social de la Iglesia”; el cura polaco amplió el fangal y habló del derecho a la autodeterminación de Cataluña, una marcha con trastienda que, evidentemente, no conoce, pero que le valió el aplauso mediático de los secesionistas. El garrido cardenal, invocando la púrpura -al igual que los galones en el ejército-, le exigió una rectificación cuando, por extensión inducida, su opositor invocó a todos los mitrados españoles y, suma y sigue. Para colmo, don Antonio -con la lógica escandalera de todas las ONG- cambió de tercio y dijo que no ve pobreza a su alrededor; con la misma tranquilidad con la que colocó la pederastia “en unos cuantos colegios” -religiosos, por supuesto- por debajo del aborto en un ranking moral gratuito. La guinda al infame pastel fue la reciente y mezquina cuestión sobre los refugiados -¿son trigo limpio?- que, además de impía, en toda la amplitud del término, ataca directamente la nítida posición del papa Francisco al respecto. Son, príncipe de la iglesia, seres humanos en huida, semejantes castigados, iguales en rango y dignidad a su eminencia a los ojos del Dios y de su representante a los que se debe. Miren por dónde como tras públicas y crueles refriegas, el arzobispo de Valencia vuelve a alinearse con su enemigo Rouco que, desde su flamante piso madrileño, ataca los signos de la esperanza que llegaron al Vaticano. Dennos la paz, de verdad, señores, porque la fe, asunto personal y necesario, no se ve favorecida para nada con sus palabras y actitudes.