Probablemente en ningún país democrático la fiesta nacional, también llamada entre nosotros Día de la Hispanidad, sea tan cuestionada como en España. Se trata de una celebración institucional, una fiesta cívica, un gesto de conciliación y recuerdo, un encuentro de concordia, unidad y suma de voluntades entre todos los poderes del Estado, una conmemoración que orgullosamente debería unir a todos los españoles en lo que son las esencias, las tradiciones y la historia misma del país que, como todas las historias, tiene sus grandezas y sus miserias. No existen sociedades perfectas, pero la española reúne, como pocas, unas gestas y una trayectoria con ejemplos imborrables de heroísmo, entrega y suma de éxitos que no pueden ser empañadas por quienes solo quieren ver intereses espúreos y divisores. La prueba es que vivimos en un gran país libre y democrático, que garantiza derechos y libertades y es respetado y admirado en el mundo, con una cultura milenaria y una herencia que llega a todos los extremos del planeta. El acto conmemorativo de la fiesta nacional, del que algunos dirigentes políticos insolidarios prefieren ausentarse con disculpas banales, tiene un formato que incluye, como en los países de nuestro entorno, un desfile militar y una recepción oficial ofrecida por el jefe del Estado.
La propia solemnidad de la conmemoración exige, por encima de discrepancias legítimas, una adición de afectos que nacen de la buena educación, el espíritu de ciudadanía y el sentido de pertenencia a un proyecto común que se forjó hace más de cinco siglos. La fiesta tiene que ser de todos y para todos en un ejercicio de patriotismo ejemplar y sin complejos cuidado y estimulado por los poderes públicos, para tratar de promover la unidad de los ciudadanos, sea cual fuere su origen e ideología, en una comunidad de sentimientos e ideales. Como el escudo, el himno o la bandera, la fiesta nacional es una alegoría, un símbolo que necesita protección y asimilación, al margen de coyunturas políticas y batallas partidarias. Sin imposiciones ni coacciones, me parece deseable que el pueblo llegue a sentir un legítimo orgullo identitario y que aprenda, desde la infancia, a amar y respetar lo que es y representa la patria con sus raíces y tradiciones y su rica diversidad.