chasogo

La Q insolente – Por Luis Espinosa García*

No entiendo mucho de informática. Lo justo debería ser “no entiendo absolutamente nada de informática”… Así que cuando escribiendo una de mis tonterías en mi ordenador me pareció que alguna letra, un punto e, incluso, una palabra entera se metían en lo que estaba redactando, supuse que eran mis axones los que no estaban conectando bien. Posteriormente, realizando, o intentando realizar, un trabajo “serio” para un ente público (me gustaría saber que es, exactamente, un ente público, pero como en mi frase queda bien, lo dejo) cuando caí en la cuenta de que una “q” se metía una y otra vez en el docto informe (tampoco sé lo que es un docto informe, pero también lo dejaremos donde apareció) que estaba escribiendo. Por ejemplo, transformaba los “huesos” en “quesos”. ¿Se imaginan lo que dirían mis colegas cuando leyeran que “los quesos de la pelvis estaban desplazados” o, al recibir el golpe “el queso del brazo se fracturó en varios fragmentos”? ¿Para el aperitivo? Preocupado y cansado de borrar una y otra vez la dichosa “q”, llevé mi PC a un técnico. Éste me explicó el problema: “Las letras, en tanto y cuanto permanecen dentro del aparato son letras virtuales, no existen a no ser que se imprima lo escrito. Sucede que alguna de ellas, por razones muy difíciles de explicar y que usted no iba a entender, se traumatizan, en el más amplio sentido de la palabra, y desean dejar de ser virtuales y convertirse en reales. ¿Voy muy deprisa? ¿Me entiende usted? Para ello se introducen en todos los escritos, cartas o mensajes que supongan una posterior impresión. Si usted se despista, o no las ve, salta del hiperespacio al espacio natural de su habitación y ya está, en la impresora, ya es real”.
Me había dejado el paracetamol en casa; no sabía si mi cabeza era efectivamente una cabeza o un queso virtual.

Le rogué al técnico que no me explicase más pero que me diese la solución al problema. ¡Ah, amigo!, la solución no existe. Pero… No le dejé terminar pues sabía que sus palabras lograrían hacer estallar mi cabeza, o el queso en que se había convertido.

Pasaron unos días y la maldita “q” seguía fastidiándome, hasta un día en que contemplé cómo mi nieto Carlos, de cinco años, aporreaba las teclas de mi vieja Underwood. En un momento de inspiración le dije: “Mira, en vez de dar golpes en esa máquina de escribir, hazlo en el teclado del ordenador”.

Mi nieto, encantado, puso manos a la obra y martilleó sin consideraciones las teclas tal y como yo le había pedido. Al cabo de un buen rato observé cómo en la tecla de la “q” ondeaba una bandera blanca en señal de rendición.

Había vencido.

*MÉDICO Y MONTAÑERO