cultura

Más vivos que nunca

Protagonistas de 'The Walking Dead'. | AMC
Protagonistas de ‘The Walking Dead’. | AMC

Los fans de The Walking Dead empezamos muchas de nuestras frases con la muletilla: “Si hubiese un apocalipsis zombi…”, y la verdad es que algunos de nosotros nos imaginamos en situaciones donde tenemos que buscar refugio y movernos sin Internet ni electricidad, en coches abandonados a los que todavía les queda algo de gasolina, rescatando latas de conservas de supermercados saqueados y buscando con desesperación fortalezas inexpugnables que terminan siempre por no serlo. Y, por si fuera poco, rodeados de muertos que caminan con la única determinación de comernos vivos. Es difícil, muy difícil, imaginar un mundo más inquietante que el que habitan Rick Grimes y su “familia”. Se trata de la pesadilla más terrorífica que cualquier ser humano normal podría tener: un mundo repleto de zombis donde, literalmente, se puede terminar mucho peor que muerto.

Los caminantes son horribles, malolientes, se descomponen paso a paso y sobre todo, son tristes. Sí. Los muertos vivientes son infinitamente penosos. Arrastran su pesadilla con lentitud (menos mal) sin ser conscientes de ella. Sin resquicios para la ligereza, a su alrededor campea la desesperanza y solo queda lugar para el miedo, la culpa y el dolor de los vivos. Pero Rick y los suyos siguen manteniéndonos en vilo, algo nos dice que la cosa no acabará tan mal. Porque episodio a episodio nos devuelven la fe en la condición humana. Después de cinco temporadas de pura supervivencia y estrenado el primer capítulo de la sexta, estamos en condiciones de afirmar que ahora los vivos están más vivos que nunca.

Pero vayamos por partes. Nuestros héroes no pueden escapar a su condición. Con apocalipsis zombi o sin él, ellos siguen al pie de la letra los cánones de la personalidad estadounidense ideal: orgullosos, irreductibles, sanos, patriotas, familiares, y -unos más que otros- almas solitarias. El arquetipo del antihéroe americano de las últimas décadas se personaliza con fuerza demoledora en el personaje principal: Rick Grimes; para más datos, policía. Tan policía que nunca se quitó del todo su sombrero y, siempre que tiene oportunidad, se lo vuelve a poner. Es probable que esta sea (junto con la falta absoluta de ironía) una de las pocas pegas de la serie, aunque los estereotipos se acaban ahí. Lo que viene luego es la mejor representación del valor en estado puro y un muy bien conseguido equilibrio entre fantasía y drama humano. Por supuesto, los zombis son lo de menos. Aunque su presencia constante no nos deje un instante de paz y aunque cuenten con su propia legión de fans, en realidad daría lo mismo que fueran invasores extraterrestres. Lo que emergió como verdaderamente importante desde el primer episodio y sigue intensificándose, es la trama de las relaciones humanas, del temple de hombres y mujeres sometidos a la presión más extrema. A través de Rick, pero también de Daryl, Carol o Glenn, hemos sobrepasado el horror. Su determinación por hacer el bien -cuando en ocasiones hubiera sido mucho más fácil coger un atajo- los ha mantenido vivos y unidos. Su locura, su radicalización ante lo extremo, su aplomo ante la peor realidad posible, los ha convertido en humanos y héroes a la vez.

Mención aparte merecen los otros humanos. Hasta ahora el grupo de Rick parece ser el único con “buenas intenciones” en todo el país (no sabemos aún si el resto del mundo sufre de la misma epidemia). Los demás seres no muertos con los que se han topado son mil veces más peligrosos que toda una horda de caminantes. Curioso. Tanto la ficción como la vida real parecen recordarnos una y otra vez que las grandes tragedias extraen lo peor de nuestras débiles almas humanas y que los actos de heroicidad y altura moral son excepciones provenientes de la determinación, la superación, la fe, pero también de un estado de extraña enajenación. La locura asesina tiene su contrapartida en la locura superviviente contra el terror y la desesperanza, por lo menos en The Walking Dead.

En los últimos 15 años las historias de zombis han proliferado como nunca antes. Tanto en el cine y en la televisión como en el mundo editorial (la historia originaria de The Walking Dead nació para cómic en 2003), los muertos vivientes son un leitmotiv del terror. También conocidos como “infectados” o “mordedores”, todos ellos tienen algo brutal en común: están muertos o se han convertido en otra cosa. ¿Pero en qué? La semana pasada nos preguntábamos qué tipo de cuentos de hadas contarían nuestros hijos a sus hijos. Tal vez, los arquetipos están cambiando ante nuestras narices y este sistema de consumo desenfrenado, de empobrecimiento del cuerpo y la mente, de monetarismo despersonalizado, esté generando ya personajes propios de su tiempo, que, como un espejo, cumplen una función esclarecedora si somos capaces de mirarlos -y verlos- a tiempo. La escritora canadiense Margaret Atwood se ha preguntado cuál es el placer de ser un zombi en contrapartida con los glamourosos vampiros, monstruos propios de las eras doradas del capitalismo. Estos últimos son ricos (han vivido lo suficiente como para acumular), son excéntricos, cultos, guapos, no tienen escrúpulos, vivirán por siempre y se divierten mucho cazando humanos. Es decir, reflejos fieles del individualismo, la riqueza y la libertad de consumo propia de la bonanza económica. Sin embargo… ¿qué refleja una masa de zombis desarrapada sin voluntad y sin poder, que se mueve lenta y desorientada, solo por el ansia ciega de carne viva? Las conclusiones están servidas. Aunque siempre es estimulante que nos recuerden, con verdad, inteligencia y sin necesidad de estereotipos, que la voluntad humana es más poderosa que un virus y que un regreso a valores siempre perdidos como la solidaridad, la generosidad y la superación podrían salvarnos. Incluso de un apocalipsis zombi.