en la frontera

El populismo

Periódicamente, sobre todo cuándo se producen crisis institucionales o de orden económico y social, las versiones revolucionarias, ahora de signo populista, se asoman a la palestra y toman posiciones. En el pasado consiguieron encaramarse al poder y, en general, sustituyeron los oligopolios preexistentes por nomenclaturas que, en nombre de los pobres y desvalidos, se enriquecieron sin cuento y manejaron el poder por largo tiempo con las consecuencias que todos conocemos. En la actualidad no hay más que mirar a los países donde todavía quedan resabios de estos movimientos para calibrar el grado de libertad y de condiciones materiales de vida en que se encuentran los habitantes dirigidos por tales liderazgos.

Es verdad, quien podrá dudarlo, que el corrupto sistema de partidos venezolanos previo al chavismo tiene buena culpa del cambio de régimen. Al igual que en Cuba, en China, o en Corea del Norte, en Venezuela, en Bolivia y en Ecuador, con las matizaciones y modulaciones que se quiera, dominan sistemas populistas. Sistemas políticos que buscando teóricamente vencer a la pobreza y a la miseria, finalmente usan tales realidades para que sus dirigentes sigan en la poltrona y disfruten de las mieles del poder mientras se condena a millones de personas a una pobreza y miseria que permite a los dirigentes permanecer en el vértice.

Los populismos, es sabido, buscan destruir la institucionalidad, los equilibrios y contrapesos, para instaurar un suerte de gobierno desde el que se dominan todos los poderes del Estado y también todos los resortes de la sociedad. El populismo nada quiere saber con el Estado de Derecho, que es acusado de ser un instrumento del capitalismo neoliberal que debe dar paso al verdadero poder del pueblo.

La democracia representativa, que es la causa de todos los males, debe, según estos movimientos, dejar paso a la democracia directa y el poder así operado es quien, hábilmente manipulado u orientado, porque no interesa una ciudadanía ilustrada, pone y quita a los gobernantes, legisladores y jueces que no se alinean con las nuevas doctrinas. Ahí tenemos ese cuarto poder en algunos países iberoamericanos que no es más que la longa manus del poder absoluto que construyen estos sistemas.

Es más, los populismos se preocupan tanto de los pobres y desheredados que al final precisan que se multipliquen exponencialmente para perpetuarse en el poder. Sin pobres no hay juego. Con personas cultas y formadas no es posible mantener la farsa. Por eso, los populistas adoctrinan a los habitantes a través del gusto, hasta la adicción, por el pensamiento único, bipolar e ideológico que en época de crisis general suele caer en terreno bien abonado. Los ciudadanos, visiblemente traicionados por políticos y dirigentes, sobre todo los más vulnerables, se echan en brazos de quien ofrezca alguna pizca de esperanza.

Frente al inmovilismo de quienes tienen miedo, auténtico pavor, a perder la posición, y frente a quienes aspiran a pescar en río revuelto, tenemos ante nosotros una magnífica oportunidad para acometer una profunda reforma del orden político, social, y económico. Una reforma que coloque en el centro del sistema al ser humano, el gran convidado de piedra de esta gran farsa que está echando por tierra tantos años de luchas y esfuerzos en pro de la libertad y los derechos. Qué pena que quienes debieran tomar la iniciativa para emprender tales reformas prefieran salvarse del naufragio mientras dan alas a viejos planteamientos de cuño leninista que, en no mucho tiempo, acabaran, si no se les para con inteligencia, con la misma democracia. La historia se repite. Vaya si se repite.

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