Regreso al futuro

El miércoles pasado (otro miércoles significativo), 21 de octubre de 2015, Marty McFly y Doc Emmett Brown, los personajes de Regreso al Futuro II, llegaron a nuestro mundo a bordo del DeLorean, procedentes de 1985. Un salto temporal de 30 años, que también habían realizado hacia atrás, hacia 1955. Y no se han encontrado ni coches voladores, ni zapatillas con cordones automáticos, ni monopatines flotantes, ni relojes controladores del clima. Pero, como en sus desplazamientos temporales no han salido de Estados Unidos, en todas las épocas que han visitado no han dejado de vivir en una sociedad vertebrada; en una democracia digna de ese nombre; en un pueblo conocedor de su historia, respetuoso con su sistema político y venerador de sus símbolos. Si esos viajes en el tiempo los hubieran desarrollado en este país, hubiesen podido comparar el transcendental avance que supuso la transición hacia la democracia, que culminamos en el primer Gobierno de Felipe González, respecto a la España de 1955. Una España al final de la primera etapa de la dictadura del general Franco, que no hacía mucho había firmado un Concordato con la Santa Sede y los Acuerdos con Estados Unidos, y que se encaminaba tristemente hacia el desarrollismo tecnocrático, pero no menos represor, que culminó la aventura franquista.

Ahora, en 2015, los viajeros del tiempo se encontrarían una España que ha vuelto a las andadas; una España en la que proliferan las fuerzas políticas y los movimientos ciudadanos antisistema, que reniegan de los logros de nuestra ejemplar transición hacia la democracia, y fomentan una cultura y unos valores guerracivilistas y fratricidas. Unos grupos y unos políticos obsesionados con ganar una guerra civil que creen haber perdido, a pesar de que terminó mucho antes de que ellos hubieran nacido, y a pesar de que supuso un enfrentamiento entre dos bandos ninguno de los cuales era democrático ni defendía la democracia. En resumen, los viajeros del tiempo se encontrarían con una sociedad desarticulada y corrupta. Y podrían comprobar que los españoles sufrimos una corrupción social y política generalizada de proporciones gigantescas; que sufrimos una clase política, unos partidos y unos sindicatos corruptos; que sufrimos una Justicia injusta y desigual, en la que medran los políticos y no los buenos profesionales. Y que esa corrupción está en el origen de la descomposición de nuestro sistema político a la que estamos asistiendo, y es la responsable del final de ciclo que parece inevitable con el ascenso de los antisistema.

¿Por qué vivimos inmersos en la corrupción y en el enfrentamiento fratricida? La cultura ciudadana y política de los españoles, su orientación a valores cívicos y políticos, adolece de una enorme cantidad de elementos negativos que lastran nuestra adaptación a las exigencias de una sociedad moderna y democrática. Precisamente se trata de que carecemos de tradición y de referencias democráticas homologables con las sociedades de nuestro entorno, de que ignoramos nuestra historia y no respetamos nuestros símbolos. Por el contrario, estamos acostumbrados a enfrentarnos entre nosotros -y a matarnos- sistemáticamente cada cierto tiempo, hasta el punto de que lo de las dos Españas no es una mera figura poética o una licencia expresiva del poeta, sino una realidad auténtica que, lamentablemente, todavía está presente en la sociedad española.

En este contexto, las elecciones de diciembre adquieren una importancia del máximo nivel. Y las circunstancias no son las mejores. El Partido Popular sufre significativas fracturas internas y está inmerso en una crisis de liderazgo y de imagen, que le van a hacer perder la mayoría absoluta y van a poner en peligro su continuidad como partido gobernante. En el Congreso del Partido Popular Europeo de esta semana, en Madrid, los líderes populares europeos le han prestado el máximo apoyo, pero la tendencia a la baja está muy consolidada y ese apoyo puede ser ya ineficaz. A su vez, el Partido Socialista, urgido por los populismos y los antisistema, protagoniza una deriva a la extrema izquierda que va desde el anticlericalismo decimonónico hasta una subida de impuestos que, como siempre, solo conseguiría hundir un poco más a la clase media. Ciudadanos se beneficia de la indefinición y la buena imagen que le proporcionan su virginidad política y su escaso pasado. Podemos prosigue con su batería de propuestas económicas disparatadas, supuestamente sociales, que nos llevarían a la bancarrota en muy poco tiempo. Y al fondo, muy a la izquierda, el independentismo catalán.

La buena noticia es que Podemos sufre un persistente descenso en todas las encuestas, probablemente por el sectarismo de sus medidas allí donde gobiernan y también por la bochornosa imagen que dan en sus actos y sus intervenciones públicas, a veces de vergüenza ajena. Y si el batacazo electoral de los socialistas se confirma, Ciudadanos, a pesar de todo, podría verse obligado a pactar con Mariano Rajoy, aunque le impusiera condiciones draconianas. Aún es posible alimentar la esperanza de que las elecciones de diciembre no sean un regreso español al futuro, de que estos años de democracia no hayan sido un paréntesis, y de que los fantasmas de nuestro pasado no regresen de nuevo para instalarse en nuestro futuro.