BIENMESABE

¡Salve, salvia!

Los años le vuelven a uno más reflexivo y perspicaz. Así es que he llegado a la conclusión de que la clase política es igual en todo el mundo. En los cinco continentes. Accedan al poder a través de unas elecciones democráticas o porque les designan los mandamases de los regímenes autoritarios y totalitarios, los poderosos de cualquier país de este planeta sólo buscan beneficiarse a sí mismos, por más que proclamen que llegan para servir a sus pueblos. Basta que pisen alfombra, o sientan bajo sus nalgas los mullidos cojines de suntuosos butacones; acaricien la caoba de sus mesas de madera o sepan que en la puerta les aguarda un coche oficial, con chófer, para que muten abruptamente y se vuelvan insensibles con las personas. A partir de entonces se creen dioses, dueños del mundo, propietarios de tarjetas blancas o negras -les da lo mismo-. Y se enseñorean mirando al común de los mortales por encima de sus hombros. Componen la “casta”, según Podemos. A la que ya pertenecen sus más significados líderes. Yo prefiero denominarles mandarines, a imagen y semejanza de los burócratas chinos, entregados en cuerpo y alma al servicio del poder del emperador. Los mandarines adulaban al emperador porque así conservaban sus privilegios sociales. Y los emperadores chinos les mantenían en sus puestos porque eran conscientes de que, sin ellos, el poder del imperio no podía ejercerse de ninguna manera. Ambos se necesitaban. Constituían la perfecta simbiosis entre el árbol y el liquen. Pues bien, nada de esto ha cambiado. Ni en la esfera del poder político. Ni en la del predominio del privilegio religioso. Es decir, del control del pueblo basado en la doctrina. Del Benigno y del Maligno. El maniqueísmo de entonces y de ahora no han variado un ápice. Ejemplos en el mundo los hay a mares. En España tenemos muchos, muchísimos, entre quienes destaco, por su significación social, a Mariano Rajoy y a Antonio Cañizares Llovera. El primero, presidente del gobierno agonizante; el segundo, cardenal, jerarca de la Iglesia católica, apostólica y romana de España, arzobispo de Valencia, ex-prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (¡ahí es nada!). Y, desde hace unos días, segador de cereales diversos. Y muy especialmente del trigo, al que posiblemente se atribuya, desde ya, que ninguna María se escarranche en el filo de la era, porque el polvillo del trigo se cuela por donde quiera… Cañizares considera que los refugiados de guerra no son trigo limpio. Es verdad: únicamente aspiran a ser salvado (s). Se conforman con vivir de la cascarilla del trigo, maíz, cebada o centeno. Y es que hay distintos dioses en función de las diversas situaciones y creencias. Antes de que el ser humano pisara la Tierra, por ejemplo, no había dioses humanos. Ni Cañizares (curiosa idea). Los únicos dioses que existían eran los de los dinosaurios. Pero los dioses de los dinosaurios eran hervíboros, o sea, vegetarianos. Mientras que los dioses humanos -de Grecia, Roma, egipcios, cristianos, budistas, musulmanes y un largo etcétera- evolucionaron a carnívoros. Algunos, incluso, a caníbales. El arzobispo Cañizares, por ejemplo, cree que los refugiados de guerra no son trigo limpio sino más bien caballos de Troya de una invasión meditada y calculada, y olvida (amnesia muy oportuna) que José, María y Jesús salieron por patas de Palestina para refugiarse en Egipto a fin de que Herodes no cortara el cuello del pequeño Cristo. Y que no regresaron a Nazaret hasta que murió el sátrapa y el vástago de ambos pudo regresar a su tierra sin peligro. Claro que entonces no había en Egipto, ni en ninguna parte, una ONG que protegiera a los refugiados. En Palestina sí que había sacerdotes hebreos que, con el tiempo -a sus treinta y tres años- empujaron al romano de Pilatos a que el niño que se había refugiado en Egipto, perseguido por Herodes, muriera en la cruz, tras infinitas torturas, porque, en opinión del sanedrín judío, Jesús no debía ser trigo limpio… Y por consiguiente no tenía derecho a ser salvado… Con lo que predicaba, era imposible que le indultaran.

Un servidor es omnívoro: como de todo. Pero de noche tomo una tisana de salvia que, al amanecer, cuando me siento en mi trono, me ayuda a aliviar las penalidades físicas -y especialmente mentales- de la tan variada porquería que mis neuronas soportan a lo largo de los días.

¡Salve, salvia!