por qué no me callo

El vivo recuerdo de González Ramos

El bigotito recortado en el rostro taciturno de Matute no desmerecía la fama de sanguinario del policía de los sótanos del Gobierno Civil. Por esas dependencias –la comisaría del horror, la llama Juan Carlos Mateu en la crónica del domingo en DIARIO DE AVISOS- pasaron célebres torturados a manos del inspector infame, que huyó a Venezuela, con ayudas inconfesables del establishment local, mientras Franco agonizaba y el régimen, tambaleante, se abocaba a un desenlace no escrito. En ese tiempo de incertidumbre, recuerdo que se decía que el aparato de seguridad -las fuerzas del orden, la policía, el Ejército, los tentáculos del poder en la judicatura- se retorcía por dentro y salían a relucir sus peores demonios. Matute encarnaba la herrumbre de la vieja carrocería del sistema de represión, y, como él, los más canallas de la dictadura se radicalizaban en aquellas fechas sin rumbo en una política de tierra quemada, eran capaces de cometer las mayores atrocidades.

Como le dice Santiago Pérez a Mateu en Viva la Radio y DIARIO DE AVISOS, poco después de la muerte de Franco se prodigó una camada de líderes sobrevenidos, al calor de la Transición, que eran unos completos desconocidos presuntos excombatientes por la libertad, la palabra que llenaba la boca de Pedro García Cabrera. Esas caras no se olvidan, las de verdad. En los corrales clandestinos había gallos y gallinas. Cuando, como dice Santiago, asomaron nuevos próceres del cambio sin que se tuviera noticia de ellos, se produjo una colosal tomadura de pelo. Recuerdo con afecto -que nunca le he dicho- a Julián Ayala, el periodista de aquellas horas que ejercía el oficio y el valor. Él conocía bien a González Ramos, el obrero emigrante que se hizo comunista en Alemania en los años 60 y al que Matute, hace ahora 40 años, arrancó la vida a zarpazos buscando explosivos inexistentes. En un registro a la casa de un amigo, la policía había descubierto unos cartuchos de dinamita, y no creyó que su destino era la pesca furtiva.

En la foto publicada, junto a Santiago Pérez, está Arcadio Díaz Tejera-juez y senador socialista-, que sufrió las palizas de Matute durante cinco días, entre la vida y la muerte. Los que sobrevivieron a la saña del inspector, han vivido su dolor muchas veces en silencio.

Ahora, Tejera y Santiago han recordado esos pasajes tenebrosos que pertenecen a una historia real poco difundida, tan necesaria para entender, a ojos de hoy, por qué gozamos de cuatro décadas de democracia, de dónde viene esta libertad. Era cierta la insania de algunos agentes de la policía secreta. Pero todos no eran matutes. Había buenos y malos policías y policías buenos y malos. No era ninguna leyenda urbana que aquella generación de universitarios y obreros, y aquel bosque de partidos prohibidos, desafiaban la cólera de elementos desalmados en los años decisivos de mediados de los 70, ya en el filo del horror vacui del régimen que temía quedarse huérfano del dictador enfermo.

Matute, el judoka pendenciero, protagonizó esa última escena de cobardía de lo peor del sistema, cayendo con sus rodillas sobre la boca del estómago de González Ramos de cúbito supino con las muñecas esposadas en la espalda. Y cuando regresó de Venezuela, mendigando acogerse a la Ley de Amnistía, en el 77, solo purgó meses en prisión provisional.

La cruel paradoja es que el mismo matarife -fallecido hace quince años- se jubiló en el cuerpo de policía, en Madrid, en tareas de oficinista, como un angelito incapaz de clavar ni la punta del lápiz en la boca del papel.