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El ama de llaves – Por Luis Espinosa García*

En casa de la abuela no mandaba la abuela. La jefa era su ama de llaves, que era su hija, mi tía, la soltera. No se llamaba Rosita ni la tratábamos de doña por lo que nada tiene que ver con García Lorca. Aparte de que, ya mayor, se casó, si bien entonces dejó de ser el ama de llaves de la casa de la abuela. Cerraba todas las alacenas, cuartos o habitaciones que no se estuvieran usando o que guardasen ciertos tesoros. ¡Cómo nos imaginábamos el sabor del dulce de membrillo ya guardado, una vez hecho, tras los cristales de la alacena del comedor! Pero era intocable. La tía guardaba las llaves, lo mismo que hacía con la despensa donde se almacenaba la miel de caña que enviaba una parienta desde la isla de La Palma. (Solo una vez, dos de los sobrinos, burlaron las defensas de la tía y se bebieron de una sentada una botella de la rica miel palmera. Claro que la vomitona que resultó de la proeza fue más que suficiente castigo para los dos ladronzuelos). Y los quesos en la fresquera del patio (las neveras no existían) y el cuarto del carbón, y el de donde se amontonaban los sacos de trigo que, en ocasiones, traían los medianeros… tantas cosas que nos hubiese gustado saborear o conocer más a fondo y que era imposible ya que mi tía guardaba las llaves. Incluso la del salón, que sólo se abría, que yo recuerde, en Reyes, para depositar allí los regalos de la gente menuda, no solo de los familiares sino también de los hijos de las sirvientas o sirvientes, incluso de ciertos vecinos muy allegados a la Casa de la Abuela. La habitación era enorme (o eso me parecía a mi), por lo que era el lugar adecuado para depositar los modestos pero abundantes regalos. Mi abuela falleció, mi tía, como hemos dicho, se casó y se marchó. La Casa de la Abuela dejo de ser, para siempre, la Casa de la Abuela. Pasados los ochenta mi tía evolucionó hacía una demencia senil tranquila y sosegada, por lo que fue ingresada, ya viuda, en un centro médico. Cierto día fui a visitarla, ya tarde. Al llegar a la planta donde estaba la habitación de mi familiar, noté cierto jaleo en los cuartos contiguos y alguien que gritaba, pero supuse que estas cosillas eran frecuentes en una clínica. Cuando charlaba (es un decir) con mi tía oí que el jaleo en los alrededores estaba aumentando y salí a conocer las causas. Llegó un empleado de la administración del Centro que me explicó que alguien, un “gracioso, sin duda”, había arramblado con todas las llaves tras cerrar una a una todas las habitaciones de cuyas puertas pendían. Y lo peor era que no las encontraban y ahora buscaban la llave maestra o tendrían que romper las puertas. Como una especie de Sherlock Holmes (me faltó aquello de “elemental, querido Gregorio”) le dije: No te preocupes, ya sé dónde están las llaves.

*MEDICO Y MONTAÑERO