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Chencho – Por Luis Espinosa García

Odio los duelos, los entierros y ese estilo de ceremonias y ritos que el pueblo considera necesarios siempre que exista un cadáver. Mi suegra, gran mujer a pesar de los tópicos, ya que de verdad la quería, me dijo un día al conocer mi punto de vista sobre el tema de los fallecimientos: “El día que te mueras nadie va a acompañar tu cuerpo”. Pensándolo un poco caí en la cuenta de que ese detalle me importará poco en esa, espero que muy lejana, ocasión.

Pero lo de Chencho es un caso muy especial cuyo funeral se repite año tras año. Mi esposa, mis hijos e incluso alguno de mis nietos insisten para que vaya a las exequias. Y otra vez, al final, claro está, tuve que claudicar y allá me fui. Mi reticencia inicial viene a cuento porque, además, el rincón donde se esparce sus restos está bastante lejos de los lugares civilizados. Y encima amenaza lluvia. Pero ya metido en faena, con paraguas, chubasquero, ropa de abrigo (¡Ropa de abrigo en pleno verano¡) y muy mala cara, emprendo la marcha rodeado de varios familiares. Por fin acabó el viaje. La herrumbrosa pista que termina en el chalé está cada vez más intransitable, pero nos permitió alcanzar la meta sin lesionados ni heridos de importancia. Luego llegan los saludos, los abrazos (pocos), los besos (muchos) y los estrechones de manos no siempre limpias. El ambiente ya de por si caluroso, se caldea. Salen humos de unos hornillos dentro de una especie de covacha. La gente se ajetrea, sube y baja, entra y sale, dispone mesas, lanza manteles, organiza cubiertos que repiquetean al caer, las servilletas de papel vuelan, los platos ya están colocados… Pero del difunto no hay noticias. Los asistentes se comportan mal, pienso. Ni rastro de plañideras. Los rostros cariacontecidos brillan por su ausencia. Nadie parece concretarse en el hecho de que allí yace un cuerpo, o los restos de un cuerpo. Continúan apareciendo amigos y amigos de los amigos. Más besos, abrazos y estrechones de manos sin mucha higiene. Las horas pasan, la lluvia ya no es un proyecto sino que cae a raudales sobre la casa y aledaños. Los que acudieron al sepelio se meten en el edificio, que no está proyectado para guarecer a tanta población. Pero del muerto, nada.

Sirven unos garbanzos.
Pasados por agua por fin llegan los restos de Chencho. Chencho el lustroso, blanco y gordo cochino cuyo cadáver, convenientemente despedazado y aderezado, se reparten los comensales: carne fiesta por aquí, chuletas por allá, carne en cuencos y vasijas, asaduras y costillas. Nadie llora al finado. Si acaso lamentan que, hasta el próximo año, por esta misma época, no habrá otro Chencho que, sacrificado, sirva de jolgorio y comilona a una partida de personas a las que, como yo, no les gustan entierros ni cementerios.

*MEDICO Y MONTAÑERO