NOMBRE Y APELLIDO

González Suárez

En medio centenar de obras, Espacio Abierto, dirigida por María del Mar Díaz, resume siete décadas de pintura sobre papel en una muestra históricamente indiscutible, técnicamente notable y sugestivamente renovadora, que permite concebir esperanzas sobre un nuevo ciclo dorado de una práctica que tiene larga y brillante tradición en Canarias. En una sección de homenaje se reúne un cuarteto que, mediado el siglo XX y tras la era de Francisco Bonnin, representó las variantes estéticas más exigentes y celebradas; los mayores, Guillermo Sureda y Antonio González Suárez contraponen sus propuestas; remarcadas y con vocación y gana cartelística el primero, y con mesura y calidad suprema el segundo, cánon de una nueva corriente que, para bien, aún cuenta con epígonos en esta hora. Fernando Massanet nos recuerda su personalísimo tratamiento de la nieve, trufada de rosa y oro; y Comas Quesada la armonía de sus gratos encuadres y la exactitud de sus detalles. Después y, con la mayor calidad registrada en la acuarela insular, aparecen cinco artistas de variado argumentario y contrastada calidad; desde el singular Miguel González que, desde hace dos décadas, transita en la excelencia, ya sea en primorosos cartones de lírico hiperrealismo, ya en las recreaciones modernistas traídas con gracia y magia a nuestros días, ya en los asuntos propios de este procedimiento en los que revela su indiscutible magisterio; a la siempre sorprendente Carmen Murube que, sean cuales sean los asuntos, desde las anónimas visiones urbanas a las naturalezas muertas y los vegetales silvestres, les transfiere un aura de elegancia, intimidad y delicadeza que la convierten en una firma notable de esta hora. Cristóbal Garrido, Toba, mantiene sus gustos y códigos en composiciones y objetos medianos entre las cotidianas y humildes actividades y el abandono, redimidos por la excelente factura. Conrado Díaz, que se enfrenta con igual solvencia a los ambiciosos murales que a la obra de caballete, propone varios rumbos temáticos, algunos de estirpe surrealista, en los que acredita sus conocimientos y audacia. Por último y, además, como debutante en la aguada, Antonio Rodríguez trae estampas urbanas donde las gamas inciertas de albas u ocasos se animan con destellos de alarma y neón, con lectura propia pero en línea directa con los rumbos actuales del paisajismo norteamericano que representa y resume, sin nombres, cualquier ciudad de cualquier continente en el imaginario común de los hombres que la habitan.