De puntillas

Humo – Juan Carlos Acosta

Durante la transición en 1975 del franquismo hacia la democracia la credibilidad política no fue solo urgente, sino vital. Un conjunto de hombres de Estado llevaron a cabo una tarea audaz y valiente, honesta e histórica, por la que muchos españoles estuvieron aguardando cuatro décadas. La unión era necesaria, desde la derecha, de donde procedía el timonel del cambio, Adolfo Suárez, hasta la izquierda comunista de Santiago Carrillo, un tabú para los generales del caudillo, o la de aquellos rojos descamisados, con Felipe González a la cabeza.

El tiempo ha transcurrido pero, para los que asistimos a la transformación de una sociedad que salía de las oscuras mazmorras del régimen, el recuerdo será indeleble para siempre; desde las amenazas de Fuerza Nueva, con Blas Piñar, y el golpe militar abortado por Juan Carlos I; en una secuencia de planos, gritos, bilis, pistolas, intentonas, tanques, tensiones; hasta, por fin, la vía alentadora de la libertad, de un nuevo amanecer, al que nos fuimos acostumbrando muy poco a poco.

El tiempo ha transcurrido y aquella credibilidad ha ido menguando con estrépito e inusitada caradura. El entramado en el que vivimos hoy en día, anegado de publicidad, estrategias de marketing y un capitalismo agobiante y totalizador, ha secuestrado de nuevo la verdad, y nos mantiene a todos en una confusión permanente causada por la mentira conveniente y rentable.

Y es que, como en las tribus ancestrales, los partidos políticos se dedican ahora a fabricar y vender humo de colores, a encender antorchas y a devorar las esperanzas de los ciudadanos, tras una ceremonia de la confusión en la que, cada cuatro años, se empeñan en prometer lo que saben de antemano que no van a cumplir.

La corporación política ha derivado en una élite social que se afana en multiplicar sus ganancias, como si ya no tuviera bastante con vivir en el Olimpo, mientras sus administrados se consumen en un laberinto de deudas, desahucios y tributos asfixiantes que ahogan el círculo productivo que debiera sostener el consumo. Por si fuera poco, un escalón más allá, el saqueo de las arcas públicas se ha erigido en una costumbre de la magia potagia torticera que practica desde el concejalillo de turno hasta cualquier vicepresidente nacional. Eso sí, con la potestad de seguir moviendo los hilos, como el rabo separado de un lagarto, para eludir cualquier castigo penal, en el que la cárcel está reservada exclusivamente para los que se van de la lengua o para la víctima propiciatoria de turno; normalmente un empresario y muy pocas veces el de la poltrona, porque prácticamente es vitalicia.

Es el estilo generalizado que atenaza actualmente a nuestro país, claro que con muy honrosas excepciones, reconocibles a kilómetros de distancia, aunque más vale que no nos llamemos a engaño. También el mundo transita ese camino en el que la publicidad es el vellocino de oro del pueblo bíblico; que inunda, engaña, oculta y enaltece, por encima de todo, lo material; jamás con el espíritu, nunca con el valor de la vida humana, ni por asomo con la dignidad de la persona.

La tendencia arrastra ya a las colosales demografías asiáticas que, como China o India, permanecían en otra dimensión existencial; contaminadas ahora también por la espiral globalizadora de la mercadería de la nada.