ahora en serio

La ira

Aún a riesgo de que se me vete en tertulias, columnas y reuniones familiares de por vida, he de reconocer que, para mi consternación, no tengo una opinión formada sobre la ira.

Algunas veces creo que, habiéndola practicado profusamente en mis años mozos, sin tino, ni blanco concreto, me he convencido de que sirve para bien poco y que mi juventud iracunda es la culpable de una fama injustificada de inconforme que me persigue aunque ahora sea un manso corderito.

Otras, por el contrario, pienso que es la válvula de escape necesaria para que el corazón no te explote o te dé un jamacuco en el momento menos adecuado. La boda de tu ex con una señora más guapa que tú, por poner un ejemplo, así, casual.

La ira es, según las primeras enseñanzas del cristianismo, un pecado capital. Lo que no es moco de pavo, porque significa que da origen a muchos otros pecados, según muchos padres de la Iglesia, que, como padres que eran, tenían un consejo para todo, se lo pidieran o no.

Sin embargo, ni los cristianos más practicantes se libran de ella, ni le ponen mucho asunto a que haya sido catalogada como un mal mayor del que hay que huir.

Antes bien, creyentes y ateos, tirios y troyanos, militares y paisanos, todos, carne débil, caemos frecuentemente en calenturas que, de no ser porque tenemos un mínimo de contención, acabarían en desastres de proporciones homéricas. “¿A dónde querrá llegar esta buena mujer?” (estará pensando el benevolente lector que todavía, inexplicablemente, sigue aquí, a ver qué pasa). Pues quiero llegar, sin más preámbulos, a que esta semana nos hemos levantado con la noticia de que en la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, Patrimonio de la Humanidad y orgullo de la isla de Tenerife, lo que viene siendo, para aclararnos, cerca de mi casa, han abierto una habitación de la ira. La primera de España, y parte del extranjero, gracias al ingenio y la visión de una empresa que sabe, como sabemos todos, que el personal ya no está para boberías.

Que estamos quemados, vaya.

No deja de ser sintomático, piensa una, poniéndose socióloga y analista de un golpe, que la primera de las habitaciones de estas características se abra en un lugar como estas Islas, cuyos habitantes, tradicionalmente y desde la Conquista misma, hemos sido tenidos por gente pacífica, conciliadora, de buen trato, cariñosa, que no levanta la voz por no molestar. Y, ya ven. Lo que no ha conseguido hacer la historia con nosotros lo ha hecho la crisis.

Estamos que no nos soportamos. Y esto es una afirmación rotunda y absoluta, contra la que no admito ningún tipo de discusión, ni pienso transigir. Porque las cosas que oigo, leo y veo todos los días me llevan a pensar que estamos cayendo en el troleo masivo.

Todo nos molesta, nos ofende o nos indigna. Primero disparamos y luego preguntamos.

O no. Acusamos, metemos en saco común cosas que no tienen relación entre sí. No analizamos, leemos o pensamos y luego montamos en cólera, no. El proceso es el inverso.

Así que sucede que la habitación de la ira, que tiene unos muebles, unos enseres, que usted puede romper con un bate de béisbol o una maza, al estilo de las rage rooms o anger rooms de otros países, puede llegar a ser un éxito.

Y es que, por si no le parecía atractiva la oferta, tiene la opción de coger de casa aquellas cosas odiosas con las que siempre quiso acabar o una foto de alguien o algo que le saque de sus casillas. Y, además, existe la posibilidad extra de grabar la sesión de descargue e, incluso, llevársela a casa para ponerla como alternativa a la película del sábado mediodía -lo que recomiendo vivamente- o como entretenimiento para sus amistades que, desde ese momento, le mirarán con otros ojos.

Pruebe, por favor, y me cuenta.

@anamartincoello