ANÁLISIS

Una semana marcada por el franquismo y el terrorismo

Vivimos una semana marcada por el 40 aniversario de la muerte de Franco, que ha vuelto a sacar a la luz la maldita visión de las dos Españas, y por el desenlace final y las consecuencias de los atentados de París y Bamako. Éstos no guardan aparente relación directa pero siguen envueltos en la radicalidad del yidadismo y su afán criminal de golpear allí donde puede, incluso en países musulmanes moderados como Mali, antigua colonia francesa y cuna que fue de tres grandes imperios, hoy sometido a las fuertes tensiones e inestabilidades del Sahel, donde el terrorismo pro Al Qaeda actúa cada vez con mayor frecuencia.

Del franquismo no creo que quede en España otra cosa que su recuerdo entre la tercera edad -entre otras cosas porque más de 25 millones de españoles con menos de 40 años no lo conocieron y otros 10 millones eran niños entonces y apenas lo evocarán- y algunos nostálgicos irredentos, más unas placas callejeras y algunas iconografías y monumentos aislados cuando no destrozados -es el caso del de Las Raíces tinerfeño, ya en vías de ser definitivamente desmontado, que resisten el paso del tiempo. Pese a ello, algunos grupos, casi siempre de la izquierda extrema, se empeñan en cambiar los vientos de la historia removiendo un pasado que a todos debería abochornarnos porque en los dos bandos enfrentados en una terrible guerra civil se cometieron atrocidades sin cuento que sería bueno olvidar en aras de la siempre pregonada y deseable reconciliación.

Pero al margen del episodio memorístico, a estas alturas ya no tendrían que existir fosas comunes de víctimas de la contienda en cunetas y lugares desperdigados por la geografía nacional. Sus familiares deben seguir siendo apoyados incondicionalmente en sus pesquisas para recuperar los restos de sus seres queridos. Además, algunas sentencias históricas deberían ser revisadas, rehabilitados unos cuantos personajes en su día condenados y recibir reparación las familias de muchas víctimas deliberadamente ignoradas durante la dictadura franquista, de modo que la tan denostada Ley de Memoria Histórica -que ha de ser para todos, los de un bando y los de otro- cumpla la función para la que fue aprobada.

El que sigan pendientes estas y algunas otras cuestiones, como la exigencia de responsabilidades a antiguos franquistas -diluida por la Ley de Amnistía del 77, fruto del consenso de todos-, no legitima la injusta comparación de que lo que ahora sucede deviene de la misma etapa de la transición y de un sistema democrático al que, sobre todo desde la formación Podemos, se trata de descalificar considerándolo heredero del franquismo. Es cierto que parece conveniente la revisión de algunas leyes, empezando por la Constitución, y que la corrupción y las imperfecciones del sistema es preciso desmontarlas cuanto antes para fortalecer el sistema democrático. Pero de ahí a remontarse a la guerra civil y comparar situaciones radicalmente diferentes media largo trecho, aunque el revisionismo trasnochado y revanchista quiera hacerse látigo de una minoría ilustrada y revolucionaria.

La guerra española tenía que reventar y reventó como destino funesto en una tierra violenta, de pronunciamientos, partidas armadas y guerrillas. Como afirma Fernando García de Cortázar, fue consecuencia del fracaso de una sociedad, de toda la sociedad. Ocurrió, y el silencio roto de las armas, el resoplar de los odios, la sombra de los muertos colándose por las mirillas de las puertas, por las ventanas, por las calles petrificaron el porvenir de aquellos españoles del verano de 1936, todos ellos perdedores de algo: la vida, la decencia, la libertad, la ilusión, la infancia, la inocencia… Hubiera bastado con que los conspiradores militares se hubiesen mantenido fieles al juramento de lealtad a la república que pronunciaron un día y que buen número de españoles no hubiese decidido resolver sus decepciones a cañonazos o revoluciones. Pero, como bien resume el citado historiador, “los moderados fueron rebasados por la bullanga revolucionaria de la izquierda más exaltada y la nostalgia clerical, militarista y anacrónica de la derecha más conservadora”.

Dicho esto, toda dictadura merece reproches y condenas porque reprime derechos humanos y libertades individuales e impone por la fuerza visiones de la vida y modos y maneras de actuar incompatibles con el sistema democrático. Los 40 años de franquismo no escapan a la reprobación más absoluta, como la de cualquier Estado totalitario, por más que algunas de sus obras, sobre todo en materia de planes de desarrollo y grandes infraestructuras, hayan sido bien concebidas y realizadas, lo mismo que sucediera, salvadas las distancias, en la Venezuela del también dictador militar Marcos Pérez Jiménez, quien, por cierto, tras ser depuesto en el cargo de presidente, vivió en España hasta su muerte en 2001, protegido por el régimen franquista.

Lo que nadie puede negar, porque se trata de cuestiones suficientemente probadas, es que el tránsito del franquismo a la democracia pivotó esencialmente sobre personas que ocuparon responsabilidades políticas durante los últimos años del anterior régimen, desde don Juan Carlos a Adolfo Suárez, pasando por una pléyade de dirigentes como Fernández Miranda, Fraga Iribarne, Fernández Ordóñez, Ruiz-Giménez, Martín Villa, Herrero Tejedor, Oliart, Areilza, etc. Gracias a estos y otros personajes del régimen, de probado talante reformista, se pudo facilitar primero y llevar a cabo después una transición modélica realizada en tiempo récord y con un consenso hasta entonces desconocido.

Situados en el contexto histórico que les tocó vivir, los reformistas trataron de evitar rupturas revolucionarias -al estilo de la que planteaba la Platajunta- y desde la Ley franquista de Reforma Política se facilitó el ‘suicidio’ político del régimen y su herencia y el paso a la legalidad de la Constitución del 78, pese a la fuerte resistencia que ofrecieron los franquistas sociológicos, los nostálgicos del anterior sistema autoritario -entre ellos algunos exaltados como el ex teniente coronel Tejero y compañía-, y al ruido de sables que durante años constituyó una severa amenaza para el avance del nuevo sistema de libertades.

Naturalmente, este cambio político que experimentó el país no habría sido posible sin la colaboración de quienes en su día fueron enemigos acérrimos del anterior régimen como Felipe González, Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Nicolás Redondo y otros dirigentes que trabajaron desde la clandestinidad y, tras la legalización de los partidos políticos y sindicatos, ofrecieron un ejemplo de concordia y consenso renunciando -como hiciera Carrillo, responsable moral de los asesinatos de Paracuellos- a postulados como el sistema político y la bandera en aras del acatamiento constitucional, el consenso y el bien del país.

No voy a hablar de la enorme transformación experimentada por España desde la muerte del dictador. La evolución es espectacular en todos los terrenos -derechos y libertades, desarrollo económico, progreso social, reconocimiento internacional, obras de infraestructura, modernización general, etc.-, pese a que la severa y larga crisis económica ha sembrado el país de paro, pobreza, marginación, pérdida de derechos, desilusión, etc. y la muy extendida corrupción ha suscitado desconfianzas en la clase política y dado pie al nacimiento de nuevas formaciones a derecha e izquierda como fruto del desencanto colectivo.

Por otro lado, la proliferación del terrorismo yihadista ha tenido una primera y dura respuesta internacional a través del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que por unanimidad ha aprobado una resolución propuesta por Francia en la que, tras sufrir en París las brutalidades terroristas, solicita a todos los países que usen “todas las medidas necesarias” para luchar contra el Estado Islámico en Irak y Siria, porque representa “una amenaza global y sin precedentes a la paz y seguridad internacionales”, a cuyo fin propone “redoblar y coordinar” la lucha antiterrorista. Además, expresa la intención de ampliar las sanciones contra individuos y entidades vinculadas con Estado Islámico o Daes y reclama que la comunidad internacional haga lo posible para detener el flujo de combatientes extranjeros hacia Oriente Medio.

Para los observadores, se trata de una medida que abre la puerta a la formación de una coalición internacional y a los bombardeos en los territorios controlados por grupos yihadistas, que han logrado infiltrarse en las sociedades democráticas, por encima de fronteras y acuerdos. Pese al buenismo de algunos pacifistas y de cierta izquierda romántica, parece que se imponen las coaliciones internacionales y la defensa legítima de la democracia y del sistema de valores occidental ante los ataques terroristas de grupos amparados en fanatismos religiosos.