Acabo de llegar

Enrique Guitart y yo – Por Carlos Acosta García

Más de una vez y más de dos he dejado escrito en mis artículos semanales que siento una auténtica admiración por el teatro. Me gusta leído y me gusta representado. Representado por la mejor compañía del momento y representado por mí, detalle, este último, que he llevado a cabo desde que tenía 14 años. No se trata de que, andando el tiempo, me convirtiera en un doble de don Enrique Borrás, el mejor actor -eso dicen al menos- que ha habido en España en todas las épocas. Pero aun sin serlo, nadie pudo evitar que yo me presentara en los escenarios -Garachico, Icod, Guía de Isora, Santa Cruz de Tenerife (en el ya inexistente Parque Recreativo)-. Nadie pudo impedirme que yo me atreviera a representar obras de Arniches, Fernández Ardavín, Linares Rivas, los Quintero, Benavente, Martínez Sierra, Edgar Neville, Miguel Mihura… Luego, cuando pasó el tiempo, me conformé con asistir a todas las representaciones que ofrecían en Garachico los actores Carlos Lemos, Andrés Mejuto, Juan Diego, Mary Paz Ballesteros, Manuel de Sabatini, Pepita Martín, José María Escuer, Carlos Pereira, María José Prendes, Mary Paz Pondal, Julita Martínez, Teófilo Calle… y Enrique Guitart.

Al citar el nombre de Enrique Guitart me llega a la memoria una anécdota que quiero ofrecerles. Se preparó la obra Las manos de Eurídice, de P. Bloch, monólogo al que el célebre actor, tantas veces galardonado, daba una vida especial. Hablaba solo o por teléfono y no decaía ni un segundo el interés de la trama ni la interpretación del artista, quien había llevado la obra por Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Sevilla… Yo estaba entre los más de 500 espectadores que esa noche llenaron a rebosar el patio del convento franciscano de la Villa y Puerto. En un momento determinado, el actor dejó la escena, atravesó el pasillo central del público, se me acercó y me dijo con voz casi detonante:
-Acompáñeme hasta las candilejas.

Me quedé sentado, me tiró del brazo con fuerza, casi me arrastró, me subió al escenario, me cedió una silla, me entrego una carta y dijo, otra vez con voz estentórea:
-Lea en voz alta. Desde aquí, desde este punto hasta el final.

Obedecí como un autómata. La voz de aquel hombre me asustaba y me conmovía a un tiempo. Cuando terminé de leer la carta, me dio las gracias un tanto secamente y señalando mi sitio, casi tronó:
-Vuelva a su asiento. Y gracias por ayudarme.

Eso fue todo. Bueno, todo no porque guardo como oro en paño, a pesar del tiempo transcurrido (la obra se representó el 22 de agosto de 1975) una fotografía en la que aparecemos los dos. Yo, cómodamente sentado y con una carta en la mano. Él, inclinado hacía mí en una actitud impositiva, sin salirse lo más mínimo del papel que estaba interpretando con tanta exactitud y acierto. Y digo más…

Aquella noche, mientras permanecí en el escenario, me temblaban las piernas y me parecía que respiraba un tanto aceleradamente. Pero hoy, ahora mismo, mientras tengo la fotografía en mis manos, presumo de haber compartido la escena con un actor verdaderamente genial.

Imborrable recuerdo el de don Enrique. Porque ya se supone que tratar un día a un personaje de su talla, deja en uno tal pozo de satisfacción, que difícilmente se borra a pesar de que los años sigan su curso implacablemente. Y es que existen personas que suelen dejar un aura que nos complace, nos hace felices, no solo en un momento determinado, sino mucho después. Doy fe de que esa sensación existe.