POR QUÉ NO ME CALLO

No es cuento de ciencia ficción

No es cuento de ciencia ficción. Pero hurgar en la realidad, antes de fin de año, acaso se le parezca. Si dividimos el tiempo en lustros, estamos a punto de entrar en un nuevo ciclo, una vez despidamos 2015 dentro de apenas unos días. La sensación que percibí en América, meses atrás, y la que asoma ahora en Europa es de inventario e inconformismo. En la retina de un atento observador hispanoamericano como Jorge Valdano, que recorre a menudo el otro continente y reside en Madrid, cobra cuerpo la idea de que sobran políticos y faltan estadistas. Ese déficit es común a las dos orillas. Arrastramos una evidente mediocridad en la planta alta del edificio; las cabezas pensantes, la jerarquía, no están a la altura desde hace demasiado tiempo. Al cabo de este año, se inicia el insospechado 2016 con todos los cabos sueltos. Es cierto que de donde venimos no se sale de rositas. La crisis, el terrorismo, las guerras religiosas, los múltiples focos bélicos que hacen decir al Papa que ya empezó la Tercera Guerra Mundial “por partes”, y el reparto del miedo (ese viejo dividendo) ante el horror de las armas y de una posible tragedia climática latente, conducen, qué duda cabe, a cierto escepticismo ante el escaparate general por parte del ciudadano de este período histórico, que pasea en medio de los escombros del desastre. Ese expositor muestra una bisutería que nadie entra a comprar. Pero seguimos de largo recordando el muestrario, la mercancía infame que nos acompaña como una pesadilla incrustada en la memoria. Somos, para lo bueno y lo malo, inquilinos de un siglo que ha empezado con mal pie. En el pasado, el tiempo transcurría entretenido entre retos amenos: construir Europa, promover los flamantes estados de América, dar forma a esto y aquello, crear y creer en la eficacia de algunos estamentos internacionales que encarnaran una suerte de autoridad moral, un referente supranacional útil para pacificar los conflictos. Y, sin embargo, ¿qué nos está pasando ahora mismo? Estamos asistiendo, en mala hora, al descreimiento de esos pilares, al descrédito de la Unión Europea, de las democracias americanas y de oráculos como la ONU. En este contexto se suceden las elecciones como meros protocolos en el calendario, sin demasiadas esperanzas. En España, en Venezuela, en Reino Unido, en Portugal, incluso en Grecia. La dinámica que impera es que, pase lo que pase, pese a quien pese, todo seguirá igual, si no peor. Y aun así, subyace el común denominador de la disconformidad propia de los seres humanos. Como si estuvieran las puertas, pero no las salidas. En los países donde se produce alternancia, hemos visto un efecto pendular de los errores y males que se querían solventar, y esa percepción hace daño a aquel incipiente amago luminoso de cambio social que se fraguó el 15 de mayo de 2011 en España y que en otras latitudes irradió un flujo de simpatías ciertamente juveniles al amparo, no obstante, de idealistas longevos muy honorables, como Stéphane Hessel, el abuelo de los indignados de la crisis. La economía y la seguridad van a condicionar fuertemente todos los contratos de la nueva ideología que ahora mismo se está fraguando a toda prisa en los cenáculos políticos. La precampaña electoral española ha sido paradigmática de la frivolidad apremiante de los nuevos tiempos momentáneos, y de ese duopolio argumental antes citado: empezó obsesionada con la palabra recuperación (a favor y en contra); se dejó después la piel en la palabra corrupción; más tarde, abrazó la causa de la unidad nacional frente a la amenaza catalana, y, por último, se rindió a la premisa de la seguridad ciudadana tras los atentados de París. ¿Llamemos política a estos regates en corto? ¿Si la agenda del Viejo Mundo la deciden unos señores en Raqqa (Yazira), qué nos está sucediendo? En Venezuela, que ayer acudió a las urnas, donde el chavismo chapotea los mismos charcos (la crisis, la inseguridad, las dos muletillas) se mira América como en un espejo: Brasil y Argentina son dos de los casos recientes de inestabilidad contagiosa en la región. América, a salvo de los fundamentalismos que asaltan Europa, tiene los suyos propios. En el futuro, los colectivos comprometidos con los nuevos ideales que quieran abrirse paso deberán combatir la tendencia a blindar las fronteras físicas e imaginarias: las de los estatus y los estados, la familia, los clubes y la comunidad. Con la consiguiente lacra de las segregaciones que siempre tocan a esas ventanas. ¿Urgido por preservar al ciudadano de los nuevos hábitos de convivencia arriesgada, el próximo Estado paternal resultante tendrá tiempo y dinero para proteger la justicia social y el medio ambiente, que ahora convoca a los estados en la COP21 de París? ¿Qué nueva economía, tras estos indicios, está por nacer con un ojo en la bolsa y otro en la teleletanía de los atentados del día? ¿Y qué política tendrá cabida en el nuevo escenario: será más centralista o más centrífuga? ¿El modelo de sociedad que avanzaba dando grandes zancadas tecnológicas sufrirá su propio crack paralizante ante el peligro de estar engendrando el monstruo que nos devore? En las últimas horas de 2015 se ha multiplicado la incertidumbre (esa nueva mayéutica del desconocimiento). No hay estadistas, pero tampoco nuevos teóricos a mano, ni filósofos de cabecera capaces de despejarnos las dudas en este camino a ciegas en campo minado. Es un tiempo raro en blanco, como la ceguera de Saramago, un vacío, el paréntesis entre unos dioses que se han marchado y otros dioses que no terminan de llegar. La utopía, en el pasado, desembocó en una virtualidad promisoria muy presente hoy en día en todos los ámbitos. ¿Quién iba a decir a nuestros padres y abuelos que adquiriríamos en poco tiempo la mentalidad necesaria para vivir en un mundo real y en otro virtual sin visitar al psiquiatra (al menos, no todos)? La tentación de huir del primero para refugiarse en el segundo, en las nuevas circunstancias sociales, no es impensable. Pero imaginarnos un éxodo masivo de refugiados virtuales, influidos por las imágenes que hemos visto de refugiados reales, es una profecía, en efecto, más propia de la ciencia ficción. Tanto como especular con una sociedad bunkerizada de calles desiertas en un mundo temeroso a la vuelta de la esquina.