ANÁLISIS

Hoy toca ir a votar

Tras una muy larga campaña electoral, y también muy de calle, y muy agresiva, y muy tediosa, y muy banal, y muy de liderazgos y debates, hoy toca ir a votar. Cuando un pueblo piensa y actúa en libertad, participa directa o indirectamente en la vida pública, celebra elecciones libres periódicas, respeta la división de poderes, rige en él el Estado de Derecho y todos los ciudadanos son iguales ante la ley, decimos que ese pueblo vive en democracia. Es, con las imperfecciones ya conocidas, el caso de España.

Gracias a esta forma de convivencia los ciudadanos podemos este domingo ejercer el derecho a expresarnos en libertad y elegir a nuestros representantes en el Congreso de los Diputados y el Senado entre los candidatos que presentan las distintas formaciones y que, con la suma final de votos, serán quienes encarnen la voluntad popular y legitimen el poder político. En ninguna elección parlamentaria de rango nacional como la de hoy se ha hablado tanto de los indecisos y de la abstención como factores determinantes del resultado. No se trata, pese a un panorama tan incierto y abierto a distintas posibilidades, de sacralizar o mitificar el valor del voto, porque la democracia es mucho más que el ceremonial que ante la urna realizamos cada cuatro años. Pero votar ayuda a construir una sociedad civil mejor, más justa y participativa y fomenta la implantación de una cultura cívica en la que los ciudadanos podemos reclamar nuestros derechos y contribuir al engrandecimiento de la colectividad nacional, a la mejora del progreso económico y del bienestar general, sobre todo de quienes tienen más necesidades.

No niego a nadie, faltaría más, eventuales motivos para permanecer en casa, preferir el ocio a la visita al colegio electoral, abstenerse o votar en blanco, ya sea por comodidad, por desidia, o por graves razones personales. Pero me parece que, en defensa de la libertad y el bien común, el voto constituye la mejor expresión del parecer ciudadano y de su identificación en torno a unos valores y principios compartidos. Su ejercicio es un derecho y un deber político, ético, social y moral que además, como digo, contribuye a consolidar el sistema democrático y a mejorar la sociedad en que vivimos.

En estas elecciones están en juego intereses muy importantes y posibles cambios que pueden afectar a la historia política de España tal y como, basada en un bipartidismo imperfecto y alternante, la conocemos desde que entró en vigor la actual Constitución. La solución a los graves problemas que presenta el país no se facilita con el pasotismo o la inhibición, sino participando en las citas electorales y, llegado el caso, exigiendo responsabilidades a nuestros representantes. Y cuanto más alta sea la participación popular, mejor representada estará la opinión pública y mayor legitimidad recibirán los 350 diputados y 208 senadores que hoy logren el respaldo mayoritario de las urnas.

A todos ellos les aguarda una legislatura en teoría muy importante de la que cabe esperar un relevante paquete de reformas, siempre, naturalmente, que funcionen el espíritu de concordia y los deseables consensos, más allá del puro sentimiento partidista. El trance no debe resultar alarmante ni patético; deviene de la propia vitalidad de la democracia y -con las limitaciones y fallos que se quiera- de su proceso transformador. Las elecciones se han planteado como una especie de lucha entre lo viejo y lo nuevo cuando lo que en verdad debe contar son las ideas, las propuestas y los liderazgos. En consecuencia, el voto debe ser reflexivo, responsable, meditado.

A juzgar por las manifestaciones de los cabeza de lista y por el resultado mismo de tantos mítines y debates -que revelaron en muchos casos posiciones políticas, económicas y sociales utópicas e imposibles de llevar a la práctica-, resulta que los principales partidos políticos ni siquiera están de acuerdo en los principios esenciales que se deben mantener e incluso reforzar, pero tampoco en un entendimiento básico sobre graves asuntos de Estado, como la posible reforma constitucional, la efectiva separación de poderes, la nueva ley electoral, el alcance del Estado del Bienestar, la independencia absoluta de los órganos reguladores, las potestades territoriales, la financiación autonómica y local, la defensa nacional y sus verdaderas necesidades, el modelo energético, la política educativa, el futuro de las pensiones, la competitividad de las empresas, La mejor formación de los trabajadores, los objetivos de las nuevas tecnologías, la UE del futuro, la inmigración y la demografía, la investigación y la innovación, etc., etc.

Hoy se decide la pervivencia o no de la mayoría absoluta del PP y la entrada en el juego político, con mayor o menor representación según sea la voluntad popular, de dos jóvenes formaciones que aspiran a acabar con el bipartidismo y a condicionar en el Parlamento la formación del nuevo Ejecutivo y de las eventuales alianzas de la legislatura. Al margen de cuestiones referidas a programas u objetivos, un Gobierno monocolor suele ofrecer estabilidad y tranquilidad, así como una línea política uniforme. Queda además al abrigo de ciertos condicionantes, tiene capacidad para legislar en solitario -salvo en las normas orgánicas, que requieren mayoría cualificada- y está a salvo de muchas de las incomodidades que puede plantearle la oposición. Pero, como se vio ya en tiempos de González, Aznar y Rajoy, las mayorías absolutas suelen acompañarse de un ejercicio del poder prepotente que limita u obstaculiza su obligado control por la oposición, cuartea la siempre deseable controversia entre las distintas opciones políticas y dificulta posibles acuerdos como fruto de la síntesis entre las diferentes posturas.

Si se confirman los pronósticos de las últimas encuestas, lo más probable es que de las elecciones de hoy surja un Gobierno de coalición, tan habitual en Europa, ya sea de centro derecha, de centro izquierda o incluso de izquierda, según los votos que obtenga cada uno de los actores que acuden a las urnas. Si el resultado fuera muy fragmentado y se llegara a la configuración -así lo apuntan algunos estudios de opinión pública- de hasta 13 grupos políticos en la nueva cámara legislativa, tal situación podría dar lugar a una muy complicada o imposible investidura si no a problemas insolubles que harían inviable la legislatura y seguramente obligarían a convocar nuevas elecciones en primavera.

En estas condiciones algunos apelan al llamado voto útil, entendiendo que se desaprovecha el sufragio si se otorga a una minoría que no tiene posibilidades de gobernar. Pero el voto siempre es útil porque expresa una muy respetable preferencia personal e influye en el resultado electoral. Por eso resulta antidemocrático alentarlo o tratar de dirigirlo por cuestiones estratégicas, de oportunidad política o por distintos tipos de razonamientos espurios. Lo ideal ante una consulta electoral es reflexionar sobre el grado de coincidencia de los programas de los diferentes partidos con nuestras propias aspiraciones e intereses personales, ideológicos y emocionales, ponderando también lo general o nacional y lo más cercano o local si así se prefiere, siempre bajo el prisma de base proporcional establecido en la Constitución. Quizás los propios partidos se decidan algún día a acabar con el secretismo por mera táctica electoral y expliquen sus posibles pactos antes de la cita con las urnas, lo que en muchos casos también ayudaría a ponderar el sentido del voto.

En último término se trata de expresar las preferencias de los electores mediante el apoyo a los representantes de las distintas opciones, quienes a su vez obtendrán los puestos de representación en disputa para el Congreso y el Senado según el número de votos que cosechen. Constituidas las cámaras legislativas, del Congreso saldrá elegido el presidente del Gobierno, quien habrá de ser investido como tal con un mínimo de 176 votos y podrá formar luego su Ejecutivo bien con la sola participación de su partido, si consigue la mayoría absoluta o si se le permite gobernar en minoría, o a través de alianzas o coaliciones con otra u otras formaciones políticas.

Las urnas están abiertas para que cada ciudadano decida en libertad, según su libre albedrío, y sabiendo que, sea cual fuere el resultado de la votación -una fórmula mayoritaria de poder o una combinación de fuerzas-, la democracia saldrá fortalecida y reflejará la voluntad popular.