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Pensamientos – Por Luis Espinosa García*

Cuando murió su esposa, don José de Estrada y Miranda-Ruiz decidió que, a sus años, ya estaba bien de soportar humos, aglomeraciones y ruidos en la ciudad y se marchó a su hacienda del campo junto con el viejo matrimonio que había sido su leal compañía durante décadas. La casa de la finca era pequeña. Don José habilitó una especie de biblioteca como dormitorio, pues tenía la ventaja de que, estando en la planta baja, poseía un ventanal que daba, a su vez, a un porche que dominaba una gran extensión de terreno. Allí plantó en un gran macetón de madera un arbolito de una especie poco definida y se enclaustró en su habitación a leer, contemplar el paisaje sin límites y, de vez en cuando, a escribir sus pensamientos… o por lo menos él los llamaba así. A don José le gustaba la papiroflexia, ese arte que, dicen, procede del Japón y que consiste en fabricar todo tipo de cositas con papel, al tiempo que requiere un poco de paciencia y unas buenas manos, cosas que a nuestro héroe no le faltaban. Cuando la vista se le cansaba de mucho leer, tomaba alguno de los papeles en los que dejaba para la posteridad sus pensamientos y empezaba su labor constructora de pajaritas. No importaba el tipo de papel, ni su color o textura, la única condición que debían tener es que en ellos constase uno de sus pensamientos. Como, por ejemplo, “las gotas del rocío al amanecer juegan a patinar sobre las grandes hojas de las ñameras”. Luego, cuando la obra estaba terminada, la pegaba a una de las ramas de su árbol de la terracita con un mucílago que el mismo preparaba a base de unas bolitas amarillentas de goma arábiga y agua, las cuales sacudía hasta que se disolvían total o parcialmente. Era un hombre de muchos saberes, don José. Pasó el tiempo. Hasta el campo envejeció. Únicamente el árbol pareció permanecer incólume ante el ataque de los giros del mundo. Verde o ligeramente amarillo, con sus pajaritas de papel adheridas a sus ramas y ramillas, continuó creciendo, al parecer cada vez más lozano, mientras los habitantes de la casa se apergaminaban y momificaban poco a poco, sin parar.

Un día falleció don José de Estrada y Miranda-Ruiz. Pocos le acompañaron en su último viaje. Al juvenil arbolillo lo sacaron al jardín para que no estorbase y, allí lo dejaron, olvidado. Al día siguiente del entierro, la casi tan vieja pareja que cuidaba del anciano don José fue a limpiar y adecentar la casa antes de volver a la ciudad. Allí, en el jardín, encontraron el árbol de su jefe como siempre… ¿Cómo siempre? Entonces se dieron cuenta de que algo pasaba. Al fijar sus ya cansados ojos con más detenimiento en el vegetal cayeron en la cuenta que le faltaba algo: las pajaritas de papel no estaban. Los pensamientos habían volado.ç

*MEDICO Y MONTAÑERO