después del paréntesis

Ricardo Acirón

Murió Ricardo Acirón, a quien consideré un amigo. Recorrió el pálpito de lo que somos, e incluso de lo que sufrimos esos que nos llamamos canarios, o, por mejor decir, tinerfeños. Lo evoco en su despacho de ese que se considera emblema del periodismo de Tenerife y que se llama El Día, al fondo de la segunda planta, a seis pasos de la puerta del editor. Por lo que arrastra hacia sí ese diario, es decir, lo que fue un gran periódico, La Prensa, era un buen asiento. Ricardo Acirón fue reconocido como lo que era, un gran periodista, y trabajó en el medio en el que cabía. Y cayó en la red de lo que en aquel momento lo superaba: la iracunda firmeza y arrogancia de un perito mercantil que se supuso con méritos para permanecer asido a la estampa de su tío Leoncio Rodríguez y que se prodigaba como editor, amén de sus dotes de mando, sus ambigüedades y su insolencia, hasta alcanzar la cumbre de director. En esa posición Ricardo Acirón más de una vez sufrió. Por ejemplo, cuando recibió una distinción del Cabildo y el dicho editor puso el grito en el cielo, en tanto un “súbdito” suyo no cabía en semejante mérito antes que su señoría. Hubo de oír de mí alguna palabra de consuelo. “Además”, le decía, “un maestro de escuela primaria como tú ha de medir muy bien sus tiempos”. A veces reía. De modo que su voluntad y su talento para transformar el medio y transferir sus conocimientos, perspectivas y habilidades se agotaron. No pudo más y se fue. Lo celebramos. Mas entre su arrojo se encontraba otra de sus iniciativas: dotar a la Universidad de La Laguna de una facultad de periodismo como se merecía. Era consciente de la historia que lo rodeaba, la antigua escuela de periodismo de Tenerife que feneció. Se aplicó desde la presidencia del Cicicom (la fundación promotora de la Facultad de Ciencias de la Información). Lo logró y se afanó en diseñar los currículos y las dotaciones. Con un amplio despliegue que incluía no solo la letra sobre el papel sino los medios audiovisuales (con estudios bien dotados para tal fin) y la enseñanza de la lengua allí. Oyó de nuevo mis bromas a propósito de la forma triangular del edificio. “¿Aspiran a la inmortalidad”, le pregunté, “como los antiguos egipcios?”. Ja, ja. Y se esforzó, ya digo. Tanto que en tiempo récord fue catedrático, desplegó un conspicuo ardid con Latinoamérica, de donde atrajo una importante cantidad de alumnos para el Tercer Ciclo, y se convirtió en uno de los profesores de la universidad española que más tesis doctorales dirigió en su vida. Afable pero riguroso y serio, por la inteligencia sobresalía. Y por su compromiso. Compromiso también con el lugar que lo acogió y en el que vivió, formó su familia… De manera que si citabas a Teruel (su origen) no estaba por demás señalarle lo que algunos nacionalistas de aquí propagaban respecto de su extranjería (por repudiar otra palabra que no viene a cuento). Respondía con ingenio primoroso y una capacidad dialéctica sublime. Cuando se jubiló hace apenas dos años lo aclamé por su nueva vida. Cosa que (como ocurre con esta clase de personas) no comprendió ni aceptó. El cáncer lo tocó y lo mató. Eso recuerdo. Descanse en paz.