De puntillas

Romper España – Por Juan Carlos Acosta

Se ha puesto de moda lo de romper España como si fuera un trozo de cristal o territorio y no la suma de 46 millones de voluntades, entre otras muchas cosas. Esa acepción se utiliza cada vez más como arma arrojadiza y recuerda a las de aquellos partidos ultras de la época postfranquista que atravesaban palos como estos en las ruedas del carro de la transición del que tiraban muchos españoles.

La perplejidad llega cuando asistimos a una ceremonia de la confusión donde ya no son solo personalidades de ideologías conservadoras las que utilizan la expresión hasta el hartazgo. Una socialista, como la presidenta de la Junta de Andalucía, ha adoptado la misma fórmula para sacudir a su jefe de filas, Pedro Sánchez, para que no pacte con Podemos porque Pablo Iglesias y los suyos, según Susana Díaz, quieren romper España con el referéndum de Cataluña.

El miedo siempre fue un gran recurso para vencer resistencias, cuya máxima extrapolación es el terror de las contiendas bélicas y de sus estrategias de tierra quemada, como estamos viendo en los países que las padecen actualmente; pero no casa con un Estado que pertenece a una comunidad como la europea y que se rige por el sistema político más avanzado de todas las civilizaciones, como es, hoy por hoy, la democracia. Además, este tipo de artimañas no funcionan, entre otras cosas, porque los ciudadanos no son tontos. Por eso estamos donde estamos y por eso se dieron los resultados electorales que han liquidado el cepo de los partidos tradicionales.

El peligro estriba en que, cuando no se encuentran razones para sofocar disidencias, para lo cual hay que poseer grandeza, formación y altura de miras, ni voluntad para atajar derivas causadas por problemas reales que socavan el inmovilismo de personas que pretende eternizarse en el poder, lo más fácil es levantar la bandera roja o tocar a rebato porque, por el camino de la confusión, a río revuelto todo vale.

El “y tú más” es primo hermano del romper España de cada mañana, mitin o debate, pero ninguno de los dos responde a una realidad objetiva, sino más bien parece una instrumentalización conveniente para conseguir por todos los medios la imposición de una verdad absoluta que para nada existe en ninguna parte.

Si la mitad de los catalanes apuesta por pronunciarse en una consulta sobre si quieren o no tantear una nueva fórmula de asociación con el Estado es, antes que nada, porque no han hallado una voluntad clara, también de la máxima magistratura, de separar términos para depurar corruptelas y otros vicios del poder, como tirar de rodillo para meter en el mismo saco a toda una nacionalidad histórica de España. Lo mismo ocurre con aquellos que del lado catalán se han escudado en una aspiración que ha ido creciendo a medida que lo han hecho también las hostilidades obsesivas de los que tenían enfrente.

Romper España ni es fácil ni ocurrirá de anteponerse el diálogo al juego del escondite partidario o a las pedradas que se han dado unos y otros. Romper España es una entelequia que va a contracorriente de la unidad europea de las regiones o de la propia globalización.

En última instancia, se romperá más España por la desafección de muchos españoles a un esquema político obsoleto y acomodaticio que por la legítima voluntad de opinar de una parte de la ciudadanía.