el charco hondo

Trono

Las consolas con marcos de espejo (típicos del rococó italiano), los medallones de estuco o los leones de Bonicelli no han funcionado -así se pretendió- como símbolos de grandeza; el rey, mal asesorado, al sentarse en el Salón del Trono quiso mostrarse grande pero se mostró torpe. Olvidó que la solemnidad cohesiona a los británicos -lo recuerdan Hobsbaw y Ranger en La invención de la tradición- pero molesta a los españoles, especialmente estos años, con la crisis sembrando sensibilidades que toleran malamente exhibicionismos, excesos y otras sustancias tóxicas. A los ingleses les va la pompa, a los españoles bastante menos; como apunta Enric González, los de por aquí esperamos modestia en los ropajes del Estado (el rey ofreció solemnidad en días que exigen sensatez, prudencia y normalidad). Somos lo que somos, como somos. No somos alemanes, luego, no puede esperarse un pacto de Gobierno a la alemana entre populares y socialistas. Tampoco franceses, luego, no bebemos de la cultura de la solemnidad monárquica con la que envuelven a la República. Sorprende que el rey no haya entendido a estas alturas que debe contextualizarse como Jefe de Estado más que como rey. Cuando se cuela en el salón de casa con su discurso navideño debe disfrazarse de clase media, fingir que es uno de los nuestros rodeándose de nuestras cortinas, mesillas, fotos familiares, estanterías y lámparas. Lejos de esto, en nochebuena el rey -en modo demasiado rey- resucitó escenografías pre-democráticas que silenciaron el discurso, desplazándolo a un segundo o tercer plano, haciéndose así un flaco favor. Nos recordó que su posición es cosa de abuelos, no de urnas. La grandeza que de él se espera debe llegarnos de la mano de los argumentos, no de los muebles. Ahora que las desigualdades se han multiplicado, precisamente en estos momentos, con millones de españoles sintiéndose outsiders, no pudo elegir peor noche para aparecer envuelto en caliza rojiza, orlas rococó y tallas doradas.