Cuestión de grises

59 segundos

Tardé 59 segundos en apagar cada interruptor de la casa y alrededor de toda una vida en hacer desaparecer la avaricia. Como imaginé al inicio, ni quise ni pude. No entré a valorar qué fue antes, pero el caso es que tampoco me interesaba.

Había tardado 59 segundos en apagar 20 años y había decidido abandonarme a la existencia en una autocaravana vieja y roñosa que había aceptado comprar en algún momento entre el primer tequila y la exaltación. Aquella casa tenía olor a sexo sin amor, a sábanas viejas y a pizza para desayunar. Entré y no supe qué hacer, si cuidar el pasado o destruirlo lentamente, como se hace con todas las cosas buenas. En eso, sin duda, tenía bastante práctica.

Pensé en que tal vez debería derramar una lágrima, aunque solo fuera por aparentar que me había dolido dejarlo todo atrás, que sentía que la huida era más una obligación que un deseo y que volvería pronto cargada de historias en la piel. Pero mentir no era una de mis virtudes y aún era demasiado joven para empezar a hacerlo. Me había dado cuenta a lo largo de mis pocos años que hacerse mayor muchas veces significaba eso, fingir para conseguir un trabajo, una pareja, unos amigos nuevos y una casa con jardín.

Yo ahora tenía una casa y podía elegir si quería que mi patio fuera Berlín o Bombay. O si ni siquiera quería tener jardín. Me aferré al volante como si estuviera conduciendo mis miedos y los llevé por las carreteras más angostas y las curvas más pronunciadas. Me habían dicho una vez que, a quien le gusta conducir, le gustan esos caminos y que las autopistas le resultan aburridas y monótonas. A mí ni siquiera me gustaba conducir y, sin embargo, entendí que no solo se trataba de eso; era también el coraje lo que entraba en juego, el riesgo y la valentía.

Entonces aposté por vivir, a pesar de la melancolía y a sabiendas de que aquella autocaravana se rompería de un momento a otro. Con ella se irían los restos de una vida repleta de cenizas y páginas en blanco.