Bienmesabe

Agua y jabón

Comenzó la legislatura y lo ha hecho con mucho espectáculo. Un inicio circense, a lo gran hermano, más que a cámara legislativa preparada para aprobar leyes que defiendan al pueblo. El pueblo, o una gran parte del pueblo, aplaude o despelleja. Pero resulta que, entre aplausos y zarpazos, no se habla de desempleo, desahucios, listas de espera en los hospitales públicos; de una legislación sobre la discapacidad carente de recursos; de la ley mordaza o la de educación, que no satisfacen a casi nadie. Ni de la reforma laboral que ha esclavizado al mundo del trabajo en España y que precisa ser derogada de inmediato. Por otra normativa que recomponga las relaciones laborales sobre la base del respeto por las personas y por una remuneración justa del trabajo y de las responsabilidades que cada trabajador asume en la empresa por la que ha sido contratado, o en las administraciones públicas en las que ingresa. Espectáculo, basado en si estuvo bien o mal que la señora Bescansa llevara su bebé al hemiciclo, o sobre si la vestimenta de tal o cual diputado o diputada es o no la correcta para una cámara de representación de la soberanía nacional que, en verdad, no tienen porqué ser una pasarela de la moda. Pero tampoco un establo. Me explicaré. Vaya si me explicaré…

Por partes: allá doña Carolina con las responsabilidades que asume respecto de su hijo. No es mío ni está a mi cuidado. Pero, yo, de haber sido su madre (o su padre) no le hubiera llevado al hemiciclo. No sometería a un hijo mío a semejante maltrato infantil. Porque, si de por sí el Congreso es una jaula de grillos que vuelve loco a los ciudadanos cuando vemos los telediarios, ya me dirán ustedes lo que debe sufrir un bebé de seis meses obligado a presenciar una larguísima votación para elegir la mesa o jurar o prometer la Constitución, a la que ahora mismo se le concede el valor de un pañal rebosante de pipí o de caquita (a las fórmulas de su juramento me remito, no a los pañales de Diego, el hijo de la señora Bescansa). Cambio de tercio: vestuario de sus señorías diputados y diputadas. Me importa un carajo cómo viste cada cual. Se supone que cada uno va por la vida vestido con la ropa que le gusta y que, por ello, porque le gusta, se la compra y se la pone para ir de acá apara allá como le venga en gana. ¡Ah!, la ropa. Pero una cosa es la ropa y otra la limpieza, la higiene personal. No señalo a nadie. No quiero singularizar la ducha, el agua y el jabón en nadie. Lo hago señalando a todos. El estilo de la ropa, pase. El pestazo, no. El pestazo de ninguna manera. En ninguna parte: Congreso, Senado, bar de la esquina, cine, teatro, metro, tranvía, guagua, juzgados, escuelas, universidades. En ninguna parte. Usted puede ser de izquierdas, de derechas, de centro, de arriba o de abajo. Pero lo que no debe ser es un guarro. Me vuelvo a explicar, para que no quepan dudas: en cualquier supermercado se encuentra un bote de gel de ducha por menos de dos euros. Y otro de champú por un precio parecido. Además de una esponja. Y lo menos que se puede exigir de cualquiera que nos rodea es que se meta en la ducha todos los días; se cambie los calzoncillos y/o las bragas, los calcetines o las medias. Y que use la lavadora con la ropa que se quita antes de ponérsela de nuevo. No hace falta comprar un Armani, Klein o Rabanne. No. Pero, por los olores de la sobaquina o del ñamerío mugriento, no paso. Lo siento, pero no paso. Agua y jabón. Es muy sencillo. Tanto como limpiarse los dientes tras la comida. Tanto como sonarse con un pañuelo en lugar de hurgarse la nariz. Tanto como tener un mínimo de aprecio por uno mismo.
Y por todos los demás…