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Dominique Ingres

Cedidas por los museos del Louvre y el monográfico de Montauban -su ciudad natal en la hermosa región de Midi-Pyrénées- y por entidades públicas y prestigiosas colecciones europeas y americanas, las sesenta telas del creador más influyente de la pintura de los siglos XIX y XX, expuestas en el Prado hasta finales de febrero, adornan y prestigian el manso invierno madrileño. Tras una plácida tarde de contemplación, podemos afirmar que, ante esta primera muestra presentada en España, el encandilado público experimenta una atracción similar a la que cautivó a los vanguardistas que lo descubrieron en una sala exclusiva de la Exposición de Otoño de 1905, que fue planteada como la reivindicación pendiente y el justo homenaje de Francia a Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867). Hasta entonces, la fama y el aplauso popular no habían casado con el tratamiento crítico que, sin negar ni dudar de sus cualidades, no logró encajarlo, en puridad, en ninguna de las corrientes decimonónicas; porque, si bien laboró y participó de todas ellas -neoclasicismo, romanticismo y realismo-, por su cuenta y riesgo buscó y alcanzó un ideal estético propio, fundamentado en el magisterio de un dibujo insuperable, la riqueza y armonía cromática que bebió en las fuentes renacentistas -y de modo especial en Rafael, su lar personal del que guardó como reliquias parte de sus cenizas- y la aspiración suma de belleza y naturalidad. Iniciado en la Academia de Bellas Ares de Toulouse, fue alumno de Jacques-Louis David y condiscípulo de los españoles José Álvarez Cubero, José Aparicio y los Madrazo; mantuvo su posición de independencia frente a su notable maestro y a los círculos dogmáticos que, contra corriente, mantuvieron el influjo académico como reacción a las nuevas corrientes que propusieron desvincular el arte del pasado. Pese a su condición de verso suelto, la perfección de sus creaciones lo erigió en bandera de la tradición frente a la ola de la modernidad. Delacroix versus Ingres fue el recurrente de una etapa conflictiva que, amortizados los rayos y los truenos, dejó dos modos paradigmáticos de la plástica francesa y universal: la pasión y propaganda de La libertad guiando al pueblo y la hermosura y poderío perpetuo de La gran odalisca, fechada en 1814, que, acompañada del Napoleón con atavío imperial, temas épicos, sugestiones eróticas y espléndidos retratos demuestran en Madrid la vigencia y frescura de Dominique Ingres.