Nombre y apellido

Emilio Martínez Lázaro

A primeras y últimas horas del día tomamos la dieta básica de información sobre situaciones sin salida, posiciones irreductibles, soberbias insoportables, incapacidad de diálogo, falta de imaginación, de generosidad y, en el mejor sentido, de patriotismo, que implica la búsqueda del progreso de la ciudadanía, precepto básico de la buena política, y el bien del prójimo, deber ético de religiosos y laicos. Azuzadas o desasistidas por los responsables, las perdices de Cataluña y Madrid persisten en el mareo y la esperanza, que debería ser siempre virtud, pasa del verde al ocre cansino por desencanto y tiempo perdido. En ese brete ácido, volví a sumergirme en las películas recientes de Emilio Martínez-Lázaro Torre (1945) que, tras cuatro décadas en el tajo, una veintena de títulos como director, productor y guionista y un Oso de Oro en Berlín por Las palabras de Max (1978), reventó las taquillas españolas con dos farsas ingeniosas sobre los hechos diferenciales vascos y catalanes, escritas, realizadas e interpretadas con una frescura que se percibe desde el minuto cero y se agradece en la contemplación y en el recuerdo. Trazados con lápiz grueso y humanidad, los tipos que reúne en torno a una historia de amor de dos episodios y tres geografías -Euskadi y Cataluña desde Andalucía- retratan los tópicos territoriales en su máxima expresión, con exceso y sin complejo (como las virtudes y pecados en las parábolas bíblicas y las fábulas de nuestro Iriarte), los enfrentan por el huevo y por el fuero y, conscientes de sus condiciones caricaturescas, se comportan finalmente con más inteligencia y flexibilidad que los políticos que, en aras del supuesto interés general -o su entendimiento personal o de grupo de ese objetivo por el que se les elige y se les paga- venden cotidianas intransigencias, diferencias cantadas y agravios que se afean mutuamente, demagogias con vestidos diversos, pretextos de pobre calado para no dar su brazo a torcer y una recalcitrante búsqueda de la notoriedad que, alentada por incondicionales de exigencia mínima y dependencia máxima, les lleva a convertir la intolerancia en doctrina y la extravagancia en conducta. Mientras aguardamos sin demasiada confianza, los resultados de este tour de force sugerimos -sin imposición, naturalmente- que sus protagonistas miren hacia el común de los mortales, que hablen todos con todos, que es el mandato de las urnas, que recuerden el esplendor y fugacidad de la primavera y se relajen, entre tanto, con las peripecias de los ocho apellidos de todas las procedencias.