Acabo de llegar

El infante don Juan Manuel

Se tiene la creencia -no sé si fundada o supuesta- de que en este país apenas se lee; que estamos en el último escalón de la lista europea. Lo dicen en el norte y en el sur y es posible que también en el este y en el oeste. Pero no creo que sea capricho de la gente esto de dejar los libros en los estantes de las librerías o en los anaqueles de nuestras bibliotecas caseras, algunas creadas como simple adorno, más que para aprender. Pero no puede olvidarse, amigos, que aquí se trabaja mucho, muchísimo y no es cosa de cambiar el arado por La vuelta al mundo en ochenta días, ni la guataca por El zapatero y el rey, ni la brocha del albañil por El licenciado Vidriera. Si encima los libros son gordísimos como ocurre con Guerra y paz, vamos a ver quién es el guapo que se mete en berenjenales.

Yo aconsejo sintetizar. Si condensamos su contenido, los libros adelgazan considerablemente, lo que supone un respiro para el lector. Ahora voy a condensar (a mi modo, claro) la publicación titulada De lo que aconteció a un hombre que comía altramuces, incluida en la obra del infante don Juan Manuel El Libro de Patronio y el conde Lucanor, escrita en el siglo XIV. Recordarán ustedes que Lucanor era un conde joven que carecía de experiencia, como ocurre con determinados políticos que pretenden comerse el mundo sin decir cómo. El pobre condesito se veía obligado a pedir la opinión de un anciano llamado Patronio. El cual no se los daba con opinión propia, porque nunca se creyó un personaje principal, sino basándose en el contenido de un cuento. Y lo finalizaba con un pareado o un terceto que recogía, a su parecer, toda la enseñanza de la narración, de la que se conseguían muchas enseñanzas. Un día estaba muy triste el condesito, tanto como suele ponerse Rafa Nadal cuando Federer le da algún disgusto en la Copa Davis. Patronio se vio obligado a contar este cuento que ahora les ofrezco con la mejor buena voluntad (No se lo contó a Nadal, sino al conde): “Un hombre tenía la fea costumbre de tirar hacia atrás, por encima de su hombro, las cáscaras de los altramuces que solía comer en la vía pública. Solo por molestar, como hace Piqué con sus comentarios en contra del Real Madrid. O como hacían los espartanos contra los atenienses, si se quieren remontar ustedes a épocas muy lejanas. Lo importante era incordiar. Menos mal que el alcalde del cuento enviaba a otro hombre detrás de él para recoger las dichosas cáscaras porque pretendía que su pueblo ganara ese año el Premio de Embellecimiento, con mayúsculas. Y es que ya se sabe que a mayor limpieza, mayor número de turistas. Pero no de turistas de Bulgaria o de Rumanía, sino de Estocolmo. Porque ya saben ustedes que como las suecas no hay turistas en el mundo. Aparte de que es bueno tener el pueblo como una patena; o como “los chorros del oro”, según los hermanos don Serafín y don Joaquín Álvarez Quintero, a quienes Dios tenga en su “santo seno”.
Cuando el conde Lucanor escuchó la estremecedora narración de Patronio se consoló mucho, al ver que en el mundo había otras personas menos felices que él. Y ya se sabe que mal de muchos, consuelo de tontos.

Patronio, el gran Patronio, finalizaba siempre sus narraciones -creo que ya lo dije- con unos versos que encajaban perfectamente en el argumento del cuento elegido para convencer a aquel muchacho de que no tenía motivos para entristecerse.

En esta ocasión, el anciano Patronio daba fin a su cuento con este pareado: Si arrojas altramuces en los caminos buscarán las suecas otros destinos.