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Lorenzo Padrón

Su ejemplar dedicación a la enseñanza no le impidió en ninguna época, ni bajo ningún pretexto, dedicar horas y sueños a la pintura. Su vocación tuvo las bases más sólidas en su buena disposición para el dibujo, mostrada desde la infancia, en su pasión por la naturaleza y en dos referentes de primera magnitud: Bruno Brandt y González Suárez. Desde la elección del tema hasta su rápida ejecución, el germano enseñó un nuevo lenguaje que cuestionó el recorrido del género que, desde la cumbre de la perfección académica de Francisco Bonnin, no tuvo más salida que descender en ambición y calidad e, incluso caer, en fosas acarameladas; desde el dominio absoluto del procedimiento, el paisano seleccionó con astucia los asuntos y los tiempos de luz -albas y tardes suaves que escapaban del efectismo del mediodía- e impuso un nuevo magisterio que aún tiene seguidores. Mediano entre ambos influjos, Juan Lorenzo Padrón hizo, y hace, una pintura sin trampas ni trucos, fundada en composiciones poderosas y creíbles y dispuesta con la misma naturalidad con la que un paisaje muestra sus claves comunes y sus singularidades. En su mano estuvo -y está cuando quiere- la humanización de los vastos panoramas de Taburiente y las expresiones cabales de entornos rurales dignificados por la precisión y la elegancia. En esa posición, y pese a su humildad, ganó con todo merecimiento un lugar destacado en el paisajismo canario y, dentro del mismo, su obra emerge personal y reconocible. Anda ahora en otros afanes, en otras vertientes temáticas y técnicas y tenemos que saludar con agrado sus solventes incursiones en el acrílico sobre recios soportes y asuntos adecuados a esas exigencias en las que revela registros inéditos del máximo interés.

Con toda la experiencia y el derecho que le da su inteligente y laboriosa carrera, los buenos resultados no deben apartarle de la aguada -que vive en Canarias una nueva edad de oro- porque, desde que lo conozco, y contamos años, valoramos y admiramos sus alcances y añadimos, sin reservas, a las imágenes canónicas de nuestra tierra, sus sinfonías de ocres y oros, la insólita y amplia graduación de esos colores que envuelven la isla común en una atmósfera candeal que nos devuelven, entre la ilusión y la nostalgia, las largas tardes de estío y vacaciones y los tibios efluvios del otoño frutal que, con lluvias contadas, se prolonga hasta el San Martín del vino nuevo.