Quo Vadis -la novela de Sienkiewicz llevada al cine por Mervyn Le Roy en 1961, con ocho nominaciones al Óscar y ningún premio- resultó una de las más rentables producciones norteamericanas y, sesenta y cuatro años después, sirve para cubrir la simbólica cuota confesional de canales televisivos públicos y privados. Tras una larga sesión de sobremesa -porque el film, con un reparto estelar e imponentes movimientos de masas, roza las tres horas- fui con un amigo al Museo Arqueológico Nacional y, en la sección de cultura romana, admiré su última adquisición: un lingote de plomo de doscientas cinco libras (sesenta y ocho kilos) rescatado de un barco hundido frente a la vieja Allon, hoy Villajoyosa, con tres mil ánforas de salsa de pescado y una carga de este metal, extraída de las minas de Sierra Morena y fundida con la marca IMP GER AVG, identificativa de Nerón Claudio César Augusto Germánico (37-68 después de Cristo), el último de la dinastía Julio-Claudia. El pecio del Bou Ferrer fue localizado por una misión de la Comunidad de Valencia, dirigida por el arqueólogo Carlos de Juan que resaltó que, según los primeros datos, procedía de la mayor nave conocida de esa época, con una eslora de dieciocho metros; recuperado un costado del mercante, las excavaciones continuarán con más y mejores medios a la vista de los hallazgos iniciales. Jorge Serna prolongó el protagonismo de Nerón -al que veo siempre en el cuerpo y el rostro de Peter Ustinov- con el comentario de un artículo de El País sobre un trabajo del doctor Brent D. Shaw que, con otra interpretación del hecho incluido en los Anales de Tácito, lo eximió del cargo de la persecución y muerte de los cristianos, tras culparlos del incendio que asoló el centro de Roma; refutó también las matanzas por fieras en el Coliseo -porque su construcción fue posterior a su suicidio antes de cumplir treinta y un años- y lo pintó como un jefe popular, amado por el pueblo y odiado por miembros del Senado; y situó las represalias públicas a los seguidores de Cristo un siglo después. De vuelta a casa, el asunto me llevó al ordenador y leí una contundente y temprana respuesta del profesor Gonzalo Fontana que rechazó la hipótesis, amparado en la literalidad del relato de Tácito (que tenía nueve años cuando ocurrió la masacre) y en cuanto éste, además de fuente, evaluable en función de su consistencia fáctica, “es un documento expresivo del estado mental desde el que escribe el narrador”. La sombra de Nerón pesa todavía.
Nerón Claudio Germánico publicado por Luis Ortega →